Milei y Bullrich reestructuran la Policía Federal y designan a los nuevos jefes de investigación

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Con la firma de Patricia Bullrich, el gobierno designó a Pascual Mario Bellizzi como jefe del flamante Departamento Federal de Investigaciones. Detrás del nombramiento, se esconde una profunda reestructuración de la PFA, que deja entrever no solo una modernización forzada, sino una peligrosa acumulación de poder operativo, ideológico y represivo bajo el ala de un gobierno que ha hecho del autoritarismo su manual de estilo.

En el marco de una reforma profunda y veloz de las fuerzas de seguridad, el Ministerio de Seguridad de la Nación oficializó la designación de Pascual Mario Bellizzi como jefe del Departamento Federal de Investigaciones (DFI) y a Marcelo Omar Farías al frente del Departamento Federal de Coordinación (DFC). La Resolución 927/2025, firmada por Patricia Bullrich y publicada en el Boletín Oficial, deja al descubierto no solo una jugada política cuidadosamente diseñada, sino también una serie de transformaciones estructurales en la Policía Federal Argentina (PFA) que reconfiguran su misión, su perfil y su dependencia.

Ambas designaciones se enmarcan en el flamante Estatuto aprobado por el Decreto 383/2025, una norma que, bajo la excusa de “modernizar” a la fuerza, introduce un cambio de paradigma en la estructura policial argentina. ¿La meta? Según el texto oficial, priorizar la investigación de delitos federales y complejos, desarticular organizaciones criminales y reorientar las tareas de la PFA lejos del patrullaje local. Pero detrás de los tecnicismos y eufemismos burocráticos, el objetivo es claro: concentrar más poder en menos manos, con mayor capacidad de control interno y con una proyección de injerencia directa sobre la Justicia.

La reforma no es un simple reordenamiento. Se trata de una ingeniería político-institucional que incluye la redefinición del personal, la creación de programas de ingreso exclusivamente universitario, la reasignación de fondos bajo el pretexto de eficiencia y —quizás el dato más inquietante— la posibilidad de exceptuar del retiro obligatorio a oficiales superiores e incluso reincorporar a quienes ya están retirados. En otras palabras, una vía libre para mantener en funciones a cuadros afines, sin pasar por controles externos o filtros democráticos.

El proceso de selección de los jefes, como Bellizzi y Farías, fue presentado como “exhaustivo y meritocrático”. Pero en realidad, los nombres surgieron de una lista elevada por el propio Jefe de la fuerza, en sintonía con el nuevo artículo 21 del Estatuto, que pone el poder de nominación en manos del Ejecutivo. La intervención jurídica fue más un formalismo que una garantía institucional: tanto la Dirección de Asuntos Jurídicos de la PFA como el asesoramiento permanente del Ministerio de Seguridad avalaron sin fisuras las designaciones.

Y es aquí donde las alarmas deben encenderse. En medio de un contexto donde el gobierno de Javier Milei ha demostrado un desprecio sistemático por las formas democráticas, las instituciones autónomas y los mecanismos de control, esta reestructuración de la PFA no puede leerse como una simple modernización. Por el contrario, es el paso siguiente en una estrategia de blindaje represivo, que busca un brazo armado eficaz, fiel, jerárquico y, sobre todo, verticalista.

El nuevo Programa Presupuestario “Modernización de la Policía Federal Argentina” funcionará como caja chica para este rediseño. Bajo la consigna de eficiencia y uso racional de los recursos, se reducirá el ingreso de nuevo personal, canalizando el supuesto ahorro hacia la adquisición de tecnología, soluciones informáticas y capacitación específica. Todo con una finalidad clara: hacer de la PFA una fuerza tecnificada, con capacidad investigativa, pero subordinada plenamente al Poder Ejecutivo. Una “inteligencia” policial más parecida a una agencia federal de seguridad —al estilo del FBI— que a una policía civil con anclaje territorial.

El discurso oficial es seductor. Se habla de mérito, de profesionalización, de procesos transparentes, de adaptación a las nuevas formas del delito. Pero la implementación real de estas medidas, lejos de ser neutra, opera en un marco de excepcionalidad política amparado por la Ley de Bases. Esa ley —piedra angular del proyecto mileísta— le otorgó al Presidente facultades extraordinarias para reorganizar el Estado, declarando una emergencia tan amplia como ambigua. En este escenario, reformar la fuerza policial más importante del país, sin debates parlamentarios, sin controles externos y sin participación ciudadana, es cuanto menos preocupante.

La PFA, desde ahora, se rige por un Estatuto hecho a medida de las necesidades del oficialismo. Las reformas incluyen la posibilidad de ascensos acelerados, pasajes entre rangos por mérito, sistemas de evaluación interna digitalizados, una Dirección de Asuntos Internos fortalecida (pero ahora bajo supervisión directa del Ministerio) y una nueva cultura institucional basada en la lógica del comando centralizado. No se trata de una modernización inocente. Es una reconfiguración ideológica.

El nombramiento de Bellizzi, al frente del recientemente creado Departamento Federal de Investigaciones, cristaliza esta lógica. Se lo presenta como un oficial idóneo, con trayectoria y experiencia. Pero su designación no puede aislarse de un marco político más amplio, en el que Milei ha dejado claro que su proyecto de país no contempla disidencias, ni matices, ni equilibrios institucionales. La creación del DFI, como parte de la nueva estructura, es el primer paso hacia una Policía de élite con misiones federales estratégicas, que pueden ser usadas tanto para combatir el crimen como para disciplinar al adversario político.

No hay que pecar de ingenuidad. En nombre del orden, de la eficacia y de la “lucha contra el delito”, se están sentando las bases para una fuerza policial de doctrina autoritaria, funcional a un gobierno que ha naturalizado la represión como método de gobierno. La misma Patricia Bullrich que hoy designa jefes y firma decretos, es quien ayer persiguió a manifestantes, criminalizó la protesta y justificó la violencia institucional. Hoy tiene en sus manos el control de una policía reestructurada a su imagen y semejanza.

Mientras tanto, la sociedad asiste a estos movimientos con resignación o indiferencia, absorbida por la inflación, el ajuste y la crisis. Pero cuando el aparato policial modernizado, tecnificado y verticalista comience a actuar como brazo ejecutor de la intolerancia oficial, ya será tarde para preguntarse en qué momento la democracia argentina dejó de ser tal.

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