La Cámara de Diputados votó un emplazamiento de comisiones para interpelar al jefe de Gabinete, Guillermo Francos, luego de que el Gobierno se negara a aplicar la ley de emergencia en Discapacidad, aprobada por más del 70% del Congreso. La decisión marca un punto de quiebre institucional y deja al descubierto el desprecio del Ejecutivo por el mandato constitucional y por los derechos de uno de los sectores más vulnerables del país.
En una sesión cargada de tensión política y con un trasfondo humanitario de enorme relevancia, la Cámara de Diputados aprobó el emplazamiento de las comisiones de Asuntos Constitucionales y de Peticiones, Poderes y Reglamento para tratar la moción de censura e interpelación del jefe de Gabinete, Guillermo Francos, por negarse a aplicar la ley de emergencia en Discapacidad. La cita está programada para el martes 14 de octubre a las 13 horas, y promete convertirse en uno de los debates más duros que haya enfrentado el Gobierno de Javier Milei desde su asunción.
La iniciativa fue impulsada y leída por el diputado de Encuentro Federal, Oscar Agost Carreño, quien recordó que, tras el veto presidencial, tanto la Cámara de Diputados como el Senado insistieron con la promulgación de la ley con un apoyo superior al 70%. Un número contundente que, en cualquier república seria, marcaría el fin de la discusión. Sin embargo, la administración libertaria decidió desconocer esa voluntad democrática y continuar por el camino del autoritarismo institucional, el mismo que Milei viene justificando bajo la bandera del “reordenamiento” del Estado.
El núcleo del conflicto no es menor. Se trata de una ley que busca garantizar condiciones mínimas de dignidad y asistencia a personas con discapacidad en un contexto de emergencia social. No es un tema ideológico ni partidario: es una obligación moral y constitucional. Pero el Gobierno no sólo desobedeció la ley, sino que fue más allá. Según denunció Agost Carreño, el propio Guillermo Francos firmó un decreto en el que expresa explícitamente que no la aplicará. Es decir, no se trata de una omisión burocrática ni de un conflicto interpretativo: se trata de una decisión política consciente de incumplir la ley.
El legislador opositor lo explicó sin eufemismos: “El Gobierno no cumple, no entra al juego constitucional como corresponde y además saca un decreto estableciendo el no cumplimiento”. La frase sintetiza una preocupación creciente dentro del Congreso: la ruptura del principio republicano de división de poderes. Cuando el Ejecutivo se arroga la potestad de ignorar leyes aprobadas por amplia mayoría, el Estado de Derecho deja de ser una garantía y se convierte en una ficción.
La moción de censura que Diputados pretende activar contra Francos tiene un valor simbólico y político enorme. No se trata de un procedimiento habitual. De hecho, Agost Carreño admitió que “nunca se utilizó” esta herramienta en la historia reciente del país. Pero también señaló que “tampoco pasó nunca que un jefe de Gabinete diga que no va a aplicar la ley con su propia firma”. Es una afirmación que estremece porque refleja un deterioro institucional profundo. En un gobierno que se jacta de ser “anticasta” y defensor de la libertad, la legalidad parece haberse convertido en un estorbo.
Francos, conocido por su perfil dialoguista y por ser uno de los pocos funcionarios del gabinete con trayectoria política real, quedó en el centro de una tormenta. Su rol como articulador entre el Congreso y el Ejecutivo, una función clave en cualquier sistema parlamentario, se vio reducido a la obediencia vertical de las órdenes de Milei. El diputado Carreño reconoció ese aspecto al decir: “Sabemos que el señor Francos es un hombre dialoguista y da la cara. Eso es un valor. Ahora el principal valor que tiene que esperar el Congreso nacional del jefe de Gabinete es que cumpla la ley”. En otras palabras, la paciencia política tiene un límite, y ese límite es la Constitución.
Detrás del enfrentamiento institucional hay una realidad que duele y que explica la gravedad del asunto: el abandono del Estado hacia las personas con discapacidad. Mientras el Gobierno ensaya discursos sobre eficiencia fiscal y “ajuste moral”, miles de familias enfrentan la reducción o suspensión de pensiones, la falta de cobertura médica, la inexistencia de programas de inclusión laboral y la indiferencia de un Estado que las invisibiliza. No hay épica libertaria que justifique esa crueldad. Lo que hay es una política de recorte que golpea sin miramientos a quienes menos pueden defenderse.
La ley de emergencia en Discapacidad, vetada y luego ratificada por el Congreso, buscaba precisamente revertir ese escenario. Establecía mecanismos para garantizar prestaciones básicas, agilizar pagos, asegurar transporte adaptado y fortalecer la red de atención integral. Pero para el Gobierno, todo lo que implique gasto social es anatema. Así, mientras se eliminan subsidios y se reducen presupuestos, se consolidan privilegios fiscales y se prioriza el pago de deuda externa, confirmando que el ajuste siempre se descarga sobre los mismos cuerpos.
El gesto de Francos —negarse a ejecutar una ley— no es un acto aislado. Se inscribe en una secuencia de desobediencias institucionales que caracterizan al gobierno de Javier Milei. Desde el veto sistemático a leyes aprobadas por mayoría hasta la emisión de decretos que anulan decisiones legislativas, el Ejecutivo viene construyendo un régimen de hecho donde el Congreso es un decorado y la voluntad popular un obstáculo. Lo paradójico es que quienes más invocan la “libertad” son los primeros en despojar de poder al órgano que representa al pueblo.
El emplazamiento de comisiones para interpelar al jefe de Gabinete no sólo pone a prueba la institucionalidad argentina, sino también la capacidad del Congreso para hacer valer sus propias normas. Si la moción de censura prospera, se abriría un escenario inédito, que podría derivar en un fuerte desgaste político para el Gobierno y un precedente histórico para la defensa del equilibrio republicano. Si fracasa, el mensaje sería devastador: el Ejecutivo podrá desconocer leyes sin consecuencias.
El contexto, además, no es favorable para Milei. Su gobierno acumula conflictos abiertos con sectores sindicales, universidades, gobernadores, jubilados y trabajadores estatales. La erosión social se combina con un creciente aislamiento político, incluso entre antiguos aliados. En ese marco, el caso Francos puede convertirse en la gota que colme el vaso del descontento institucional. Porque si algo quedó claro es que el Congreso no está dispuesto a tolerar el autoritarismo disfrazado de austeridad.
El oficialismo, como ya es costumbre, intentará victimizarse. Hablará de “obstruccionismo político”, de “trabas al cambio” y de una “casta legislativa que no deja gobernar”. Pero la verdad es más simple y menos épica: un gobierno que desprecia la ley desprecia la democracia. No hay relato que lo maquille. No se trata de una cuestión técnica, sino ética y constitucional.
En definitiva, lo que está en juego no es sólo el cumplimiento de una norma, sino el principio mismo de la legalidad republicana. El Gobierno de Javier Milei parece decidido a probar hasta dónde puede tensar los límites del sistema sin romperlo por completo. Y en ese camino, los derechos de las personas con discapacidad se convierten en la víctima más visible de un experimento que confunde la autoridad con la impunidad.
El martes 14 de octubre será una fecha clave. El Congreso deberá decidir si deja pasar el atropello o si planta bandera en defensa del Estado de Derecho. Porque cuando un funcionario firma que no va a cumplir la ley, ya no estamos ante un problema administrativo: estamos ante un desafío directo a la democracia. Y si la democracia no se defiende en ese punto, se pierde para todos.
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