Milei privatiza AySA y revive el fracaso neoliberal de los 90

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El gobierno libertario entrega a manos privadas la gestión y el patrimonio de la empresa que abastece a 15 millones de personas, priorizando el lucro sobre un derecho esencial. Tarifazos, riesgo de corte por mora y un modelo que ya fracasó.

En una decisión que despierta alarma y una inevitable sensación de déjà vu, el gobierno de Javier Milei pone en venta el 90% de las acciones de AySA, empresa que garantiza el acceso al agua potable y al saneamiento para millones de personas. Lo hace con una promesa vieja y desgastada: que el mercado resolverá lo que el Estado no puede. Pero la historia argentina demuestra lo contrario. El antecedente de los años noventa fue desastroso: tarifas dolarizadas, nula inversión, servicios precarios y contaminación. ¿Qué cambió desde entonces? Poco o nada, salvo la desesperación del Gobierno por conseguir dólares, aunque sea a costa de convertir el agua en un negocio y al pueblo en rehén de la rentabilidad empresarial.

Una vez más, el gobierno nacional pone a subasta un derecho básico como si se tratara de un bien prescindible. La privatización de AySA, anunciada con tono monocorde por el vocero presidencial Manuel Adorni, no es solo una operación de transferencia accionaria; es una decisión ideológica que prioriza el interés privado por encima del bienestar colectivo. En nombre de la libertad de mercado, Javier Milei habilita la entrega del control total de una empresa esencial, encargada del suministro de agua potable y saneamiento, a operadores cuyo objetivo principal es obtener rentabilidad, no garantizar derechos.

La historia se repite como tragedia: durante los años noventa, en pleno auge del neoliberalismo menemista, Aguas Argentinas –la antecesora de AySA– fue cedida al grupo francés Suez. Lo que siguió fue una pesadilla para los usuarios. En lugar de las prometidas inversiones, llegaron aumentos descomunales en las tarifas, revisión de precios anual e incluso su dolarización. Las obras estipuladas en los contratos nunca se concretaron. El servicio no solo no mejoró, sino que empeoró: cortes frecuentes, presión deficiente y una grave contaminación del acuífero del Riachuelo por el uso indiscriminado del agua del Río de la Plata. La rentabilidad fue altísima para el concesionario, pero el agua siguió siendo inaccesible para miles.

Fue recién con la reestatización impulsada por el gobierno de Néstor Kirchner en 2006 que se produjo un verdadero cambio de rumbo. AySA, ya bajo gestión estatal, llevó adelante un ambicioso plan de obras: se construyó la planta potabilizadora de Berazategui, se amplió la cobertura al 83% en agua potable y al 63% en cloacas, y más de 2,3 millones de personas que antes vivían sin acceso a servicios básicos fueron incorporadas al sistema. En siete años se invirtieron 25 mil millones de pesos. Ese esfuerzo ahora se quiere tirar por la borda, entregando el esfuerzo colectivo a manos privadas en nombre de un ajuste que no cesa.

El formato anunciado por Adorni –una licitación nacional e internacional más la oferta pública en la Bolsa– es apenas una pantalla para esconder el apuro por cerrar un negocio. Un negocio que, como advirtió el abogado Pablo Serdán, convierte al agua en mercancía: se priorizarán las zonas rentables, se eliminarán los subsidios, se achicará el personal y se multiplicarán las tarifas. Pero el aspecto más brutal del plan es que se habilitaría el corte del servicio por mora en usuarios residenciales. No pagar, aunque sea por necesidad y no por capricho, podría implicar quedarse sin agua.

El mensaje es claro: quien no puede pagar, que no consuma. Y eso, en términos de derechos humanos, es una aberración.

Hasta ahora, AySA venía aplicando aumentos mes a mes, basados en una fórmula que contempla inflación mayorista, minorista y salarios. Sin embargo, esos incrementos eran al menos acompañados por tarifas sociales y subsidios zonales. Todo eso está ahora en riesgo. El Observatorio de Tarifas y Subsidios del IIEP (UBA-Conicet) advirtió que en 2024 las boletas aumentaron un 331%. Y no hay señales de que la curva se detenga. Muy por el contrario: el modelo libertario incluye ajustes trimestrales automáticos y, lo que es peor, las obras futuras serán financiadas directamente por los usuarios a través de sus boletas.

El Estado, en definitiva, se desentiende. Claudio Boada, presidente de la Unión de Usuarios y Consumidores, lo dijo con crudeza: el gobierno quiere desligarse de los costos del servicio esencial y cargarle el peso al ciudadano. Las oficinas físicas de atención fueron reemplazadas por sistemas virtuales, la contención social se diluyó y, en el horizonte inmediato, se asoma un modelo de “sálvese quien pueda”. AySA es, hoy, la única empresa estatal que actualiza mensualmente las tarifas. Aun así, el recorte llegó también a sus delegaciones. Se cerraron varias en el conurbano bonaerense, agravando el acceso a reclamos para usuarios vulnerables.

Quien se detenga a observar la evolución del servicio comprenderá que lo que se hizo desde 2006 fue mucho más que administrar una empresa: se trató de recuperar el control sobre un recurso vital. Pero con esta nueva avanzada privatizadora, el gobierno de Milei borra de un plumazo más de una década de avances, y reinstala las lógicas más crueles del pasado: la del agua como privilegio, no como derecho.

Además, hay un dato que demuestra la desesperación oficial: la entrega no se limita a la operación, como en el modelo concesionado. En este caso, también se transfiere el patrimonio. Es decir, la infraestructura, los activos, las plantas y redes que fueron construidas con recursos públicos ahora pasarán a ser propiedad privada. Una verdadera liquidación de bienes del Estado, al mejor estilo menemista.

Y no es casualidad. En este revival de los 90, la lógica de mercado vuelve a disfrazarse de eficiencia para esconder el mismo resultado de siempre: una sociedad fragmentada entre quienes pueden pagar y quienes no, entre los que acceden a derechos básicos y los que quedan excluidos.

El gobierno no ha detallado cómo se gestionarán las deudas de los usuarios, ni cuál será el esquema tarifario cuando la empresa esté en manos privadas. Pero la falta de respuestas no es ingenua. Es parte del modelo: cuanto menos se sepa, menos resistencia habrá. Y así, con cinismo y opacidad, se abre la puerta a que los sectores más vulnerables terminen pagando con salud, con dignidad y hasta con la vida las consecuencias de una política que vende el agua como si fuera soja.

La historia ya nos enseñó lo que ocurre cuando se privatiza sin control un servicio esencial. Aguas Argentinas fue una advertencia. AySA fue la respuesta. Hoy, otra vez, nos enfrentamos al dilema de siempre: ¿el agua como derecho o como negocio?

En medio de una crisis de reservas, un gobierno que se autodefine como “libertario” vuelve a elegir el camino más fácil, el más regresivo, el que prioriza a los mercados y castiga a los usuarios. Pero lo fácil es, muchas veces, lo más dañino. Y lo urgente, como ya sabemos, no siempre es lo más justo.

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