¿Por qué CFK debe usar tobillera electrónica si los represores condenados por la dictadura no la llevan?

El doble estándar de la justicia que exhibe un país con memoria partida. Mientras decenas de genocidas con condenas perpetuas circulan sin pulsera electrónica, el caso de Cristina Fernández de Kirchner abre un escenario inédito: ¿por qué exigirle a ella —una expresidenta de 72 años— un control que la mayoría de los condenados por crímenes de lesa humanidad no enfrentan? Aquí no solo se activan los arcanos jurídicos, sino también los resortes de una pulseada política que desnuda la grieta y las tensiones con el gobierno de Javier Milei.

El pasado 10 de junio de 2025, la Corte Suprema dejó firme la condena contra Cristina Fernández de Kirchner en la causa Vialidad: seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos. Esa decisión reconfiguró el tablero político y judicial de la Argentina en apenas unas horas. Por primera vez en la historia democrática del país, una expresidenta podría ser privada de su libertad a través de un proceso que —para muchos— no puede desligarse del clima político impulsado desde la Casa Rosada.

La defensa de Cristina, encabezada por los abogados Carlos Beraldi y Ary Llernovoy, solicitó que la pena se cumpla en su departamento del barrio de Constitución. En ese mismo escrito, pidieron expresamente que no se le imponga el uso de tobillera electrónica, una medida que, aunque contemplada por ley, no es obligatoria y depende del criterio judicial en función de las circunstancias del caso. A los 72 años, con custodia permanente de la Policía Federal y siendo víctima de un intento de magnicidio en 2022, la defensa argumenta que el monitoreo electrónico resulta no solo innecesario, sino hasta revictimizante.

Pero lo que expone este caso es una contradicción brutal: mientras una exmandataria es tratada como potencial prófuga, existen decenas de represores condenados a perpetua por delitos aberrantes cometidos durante la última dictadura que cumplen sus penas en sus casas, sin tobillera, sin custodia, sin siquiera el peso mediático que hoy cae sobre CFK. El mensaje es contundente: para ciertos sectores del poder judicial, los derechos y las garantías parecen aplicarse con una vara para unos y con otra, mucho más severa, para quienes representen un obstáculo político.

El contraste es escandaloso. Criminales de Estado, muchos de ellos partícipes de desapariciones, torturas, violaciones y apropiaciones de bebés, disfrutan del beneficio del arresto domiciliario sin que se les exija el más mínimo mecanismo de control electrónico. ¿Por qué, entonces, Cristina Fernández de Kirchner —electa dos veces por voto popular, sin antecedentes penales, con domicilio fijo, expuesta y protegida— debe portar una tobillera como si fuera una amenaza para la sociedad? ¿Dónde está la coherencia jurídica? ¿O es que en realidad no se trata de justicia, sino de revancha?

El Gobierno de Javier Milei no es ajeno a esta situación. Más bien, todo lo contrario. Desde su asunción, el presidente libertario ha impulsado una peligrosa reescritura de la historia reciente. Recortó presupuestos destinados a las políticas de memoria, desmanteló programas de Derechos Humanos, relativizó la cifra de desaparecidos y hasta mostró gestos de cercanía hacia sectores que reivindican el terrorismo de Estado. En ese contexto, la persecución judicial a Cristina parece funcional a un proyecto político que no sólo busca destruir al kirchnerismo, sino también borrar las conquistas de memoria, verdad y justicia.

Que a una expresidenta se le exija un dispositivo electrónico de seguimiento mientras los genocidas caminan libres, revela la profundidad del deterioro institucional. No se trata de defender privilegios. Se trata de exigir coherencia. Se trata de no naturalizar que la justicia penal se convierta en una herramienta de disciplinamiento político. Se trata de impedir que se utilicen decisiones judiciales para construir escenas espectaculares que alimenten la lógica del enemigo interno.

La defensa de Cristina no se limita a argumentos políticos. Se basa en fundamentos legales sólidos. A su edad y bajo las condiciones actuales, el Código Procesal Penal prevé la posibilidad de cumplir la pena en el domicilio sin necesidad de tobillera, especialmente si hay custodia policial. El intento de magnicidio sufrido en septiembre de 2022 refuerza la necesidad de resguardo. No hay riesgo de fuga ni posibilidad de entorpecer el proceso, que ya culminó. El único motivo para exigirle ese tipo de control sería castigarla simbólicamente, humillarla, estigmatizarla.

El juez Jorge Gorini, a cargo de la ejecución de la condena, todavía no tomó una decisión definitiva. Por ahora, ordenó un informe socioambiental del domicilio y pidió que Cristina se presente ante el tribunal. La fiscalía, en cambio, reclama prisión inmediata y uso obligatorio de tobillera. La presión política sobre el Poder Judicial es evidente. Y aunque no se diga en voz alta, todos saben que este fallo no se resolverá en silencio. Cualquier decisión que se tome será interpretada —con razón o sin ella— como un gesto político.

No es la primera vez que la justicia argentina queda al desnudo frente a sus contradicciones. Pero pocas veces esa desigualdad fue tan grosera. En una misma semana pueden convivir represores con beneficios injustificables y una expresidenta con una tobillera electrónica en el tobillo. Esta no es solo una discusión legal. Es, sobre todo, una discusión moral, institucional y democrática.

Lo que está en juego no es únicamente la libertad ambulatoria de Cristina Kirchner. Es la posibilidad de que la justicia se mantenga como un poder imparcial o termine siendo parte del guión que escribe el Ejecutivo para complacer a su base más fanatizada. Es la diferencia entre aplicar el Estado de Derecho o transformarlo en una escenografía útil para perseguir enemigos políticos. Es la línea que separa la república de una farsa autoritaria.

La escena de Cristina con una tobillera sería el sueño húmedo de quienes la odian, pero también una advertencia para cualquiera que se atreva a desafiar al poder real. Por eso es necesario que esta discusión se dé con toda su crudeza, pero también con la responsabilidad que exige el momento histórico. No se trata de impunidad. Se trata de no legitimar la injusticia. Porque cuando la justicia actúa con saña sobre unos y con indulgencia sobre otros, deja de ser justicia y se convierte en venganza.

En definitiva, el uso de una tobillera electrónica no es un simple trámite. Es un símbolo. Y los símbolos, en política, pesan más que mil argumentos. Hoy ese símbolo está a punto de ser utilizado para escarmentar a una dirigente que marcó la historia argentina. Mientras tanto, los verdaderos responsables del horror, los que hundieron al país en la noche más oscura, siguen sin cargar ni una sola pulsera, ni una sola culpa.

Fuentes:

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