En la madrugada del 20 de junio, la Argentina volvió a presenciar una escena tan inquietante como reveladora: un megaoperativo policial desplegado en la puerta del domicilio de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
Sin orden judicial, sin incidentes previos que lo justificaran, sin motivo legal alguno que habilitara semejante despliegue, la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, decidió montar lo que muchos interpretan como un show político destinado a la provocación.
A la vieja usanza del lawfare, el gobierno libertario demuestra que ya no necesita sentencias ni pruebas para justificar su persecución. Le basta con el ruido, con la imagen, con la sobreactuación de la fuerza pública.
El operativo no fue solo un exceso. Fue, ante todo, un mensaje. A Cristina, a su militancia, al peronismo todo. Un mensaje de disciplinamiento que intenta marcar territorio en el único terreno donde el poder libertario no tiene control: la calle. Porque mientras Javier Milei gobierna por decreto, blindado entre trolls y algoritmos, Cristina sigue apelando al calor popular como herramienta política. Desde el histórico balcón de San Juan y Entre Ríos, la ex presidenta volvió a respirar la mística que construyó durante décadas. Y eso, para Bullrich y sus aliados, es inadmisible.
Lo curioso es que, lejos de apagar el fuego, el operativo lo avivó. Porque cuando se pretende combatir la movilización con represión, lo que se obtiene no es el silencio, sino la reacción. La ministra Bullrich, con su estilo cada vez más autoritario y desafiante, no hizo más que confirmar lo que la propia Cristina denunció en su mensaje público: que el objetivo del gobierno no es garantizar la seguridad, sino provocar. Y que el operativo fue una maniobra para generar un conflicto donde no lo había. Para criminalizar la solidaridad. Para intimidar.
La gravedad institucional del hecho se agrava si se observa el contexto. Cristina Fernández de Kirchner fue condenada en una causa atravesada por irregularidades y presiones políticas, y hoy cumple prisión domiciliaria bajo condiciones de dudosa legalidad. Mientras los verdaderos responsables del saqueo nacional siguen libres, algunos incluso ocupando cargos públicos, ella es vigilada, marcada y cercada por una justicia funcional al poder económico. Y ahora, además, por una ministra de Seguridad que actúa como brazo armado del revanchismo político.
Pero lo más preocupante no es solo la actuación de Bullrich, sino la complicidad del gobierno nacional en su conjunto. Porque este no fue un hecho aislado, sino parte de una estrategia más amplia que incluye persecuciones sindicales, desfinanciamiento universitario, silenciamiento de voces críticas y hostigamiento constante a toda forma de organización popular. En esa lógica, Cristina no es solo una ex presidenta: es el símbolo viviente de una forma de hacer política que el actual régimen quiere borrar del mapa.
En este contexto, el operativo policial frente a su casa adquiere un carácter casi alegórico. Es la imagen de un poder que, ante su impotencia para construir legitimidad, recurre a la intimidación. Es el retrato de una ministra que no administra la seguridad, sino que la manipula como un dispositivo escénico. Y es, también, la confirmación de que el peronismo –con todas sus contradicciones y matices– sigue siendo el enemigo a derrotar para quienes sueñan con una Argentina sin memoria, sin justicia social, sin pueblo en las calles.
Lejos de mostrar fortaleza, el operativo de Bullrich reveló la fragilidad del gobierno libertario. Porque quien necesita cercar con vallas y patrulleros a una mujer rodeada de militantes pacíficos no demuestra autoridad, sino miedo. Miedo a que vuelva. Miedo a que no se haya ido. Miedo a que la política, esa que no se mide en likes ni en bitcoins, siga latiendo donde más molesta: en el abrazo colectivo, en la marcha multitudinaria, en el grito de una multitud que se niega a resignarse.
La calle no se rinde. Y el poder que teme a la calle, siempre termina siendo un poder que se aísla. Por eso, lo ocurrido en Constitución no fue solo un exceso policial: fue una radiografía del momento político argentino. Un momento en que el gobierno de Milei parece decidido a gobernar por el miedo. Pero la historia demuestra que, tarde o temprano, el miedo cambia de bando. Y cuando eso ocurre, ni todos los operativos del mundo pueden contener la memoria de un pueblo que vuelve a marchar.
Deja una respuesta