Milei, el perrito de Trump: la escultura que retrata el servilismo internacional

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En el Museo de Cera de Madrid se exhibe una escena satírica que se volvió viral: Donald Trump rodeado de sus “aliados” globales —Netanyahu, Abascal, Almeida, Ayuso— representados grotescamente, mientras Javier Milei aparece como un perrito faldero a sus pies. Una imagen que, sin necesidad de palabras, sintetiza la subordinación política, ideológica y simbólica del libertario argentino al eje de la ultraderecha mundial.

La escena parece salida de una pesadilla política, pero es apenas cera derretida por la realidad: en el Museo de Cera de Madrid, Donald Trump ocupa el centro de un salón rodeado de sus acólitos internacionales. A su derecha, Benjamin Netanyahu disfrazado de Chucky, el muñeco asesino; más allá, Santiago Abascal, Isabel Díaz Ayuso y José Luis Almeida transformados en ratas que trepan con ansiedad el pedestal del magnate republicano. Y a sus pies, fiel y diminuto, Javier Milei, el presidente argentino, reducido a la caricatura de un perro faldero que mueve la cola buscando aprobación.

No es una metáfora exagerada: es una postal de época. En un momento histórico donde los gobiernos nacionalistas y de ultraderecha se retroalimentan en una red global de intereses, la obra madrileña —aunque ficcional— captura con precisión quirúrgica el nuevo mapa del poder reaccionario. Trump vuelve a ser el tótem, el eje del eje, el gurú mesiánico al que se subordinan personajes que, en sus países, se presentan como “rebeldes” antisistema, pero que en la práctica obedecen un mismo mandamiento: el del dinero, el del odio, el de la sumisión geopolítica a Washington y Tel Aviv.


En ese altar del servilismo, Milei encaja a la perfección. Desde su llegada a la Casa Rosada, su gobierno se ha esforzado en demostrar que su “alineamiento total” con los Estados Unidos e Israel no es retórica diplomática, sino un programa de vasallaje integral. Entregó soberanía económica, científica y energética; paralizó las políticas de integración regional; y convirtió a la Argentina en una sucursal ideológica de la extrema derecha global. Si Trump dice “jump”, Milei pregunta “¿cuánto?”.

El “perrito” de la escultura, entonces, no es una exageración, sino una traducción simbólica. Porque mientras el país se hunde en recesión, inflación y hambre, el presidente argentino prefiere ladrar contra el Papa, la universidad pública o el Estado, con la misma furia que reserva para defender los intereses de Wall Street o del lobby armamentista. Como si la economía argentina fuera una réplica de la de Florida, y no una nación devastada por las políticas que él mismo profundiza.

La ironía es que, en esa sala de cera, los monstruos se parecen demasiado a sus modelos reales. Netanyahu, disfrazado de asesino, encarna sin maquillaje el rostro brutal de un gobierno acusado de crímenes de guerra. Abascal, Ayuso y Almeida, caricaturizados como ratas, representan el cinismo y la deshumanización que guía a la derecha española. Y Milei, el supuesto libertario, el autoproclamado “león”, reducido al tamaño exacto de su rol en la geopolítica contemporánea: el cachorro obediente de un amo extranjero.

La instalación se volvió viral no solo por su provocación estética, sino porque en tiempos de redes, la sátira alcanza más verdad que los comunicados oficiales. Cada figura de cera dice más que mil discursos. Y en el caso argentino, esa imagen sintetiza la mutación simbólica del país: de potencia regional soberana a mascota del imperio.

Mientras el gobierno libertario festeja su acercamiento a Trump, Netanyahu o Elon Musk como un signo de “grandeza internacional”, el resto del mundo observa perplejo cómo la Argentina renuncia a su voz propia. En nombre de la libertad, Milei ha resignado toda autonomía. En nombre del mercado, ha hipotecado la dignidad nacional. Y en nombre del “mundo libre”, ha decidido ponerse el collar.

El arte, una vez más, dice lo que la política calla. La obra del Museo de Cera no busca humillar, sino desnudar la verdad: que el nuevo orden reaccionario necesita bufones y mascotas para sostener su teatro. Milei, entre ellos, ocupa un rol central. No el del líder rebelde que imaginó, sino el del animal de compañía que entretiene al amo mientras destruye su propia casa.

Y así, entre risas y selfies, los visitantes del museo descubren algo más que figuras de cera: una radiografía del siglo XXI, donde la ultraderecha se autoparodia, y donde los pueblos pagan el precio de la entrega. Al final, la escultura no solo representa a Milei. Lo denuncia.

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