La mitad del electorado de la Ciudad avala la crueldad: Milei y Bullrich hicieron del castigo un programa de gobierno

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En la Ciudad de Buenos Aires, la mitad del electorado parece haber naturalizado la violencia institucional y el desmantelamiento del Estado social. Bajo la gestión de Javier Milei y Patricia Bullrich, la indiferencia se transformó en programa político, y la empatía, en un lujo de los débiles.

Hay cifras que no asombran porque son coherentes con la época. El 50,29 % del electorado porteño avala —de manera directa o por omisión— una política que golpea todos los miércoles a los jubilados que reclaman frente al Congreso. Ese porcentaje no surge de una encuesta oficial, sino de una lectura política más profunda: la que se desprende de cada elección donde la crueldad obtiene mayoría. Detrás de ese número no hay sólo votos, hay una cultura política consolidada: la del castigo al que protesta, la del desprecio por la vulnerabilidad, la del goce frente al sufrimiento ajeno.

Mientras los jubilados son empujados por escudos y gases lacrimógenos cada semana, la mayoría mira para otro lado. El Hospital Garrahan sufre recortes, los trabajadores denuncian falta de insumos y demoras en los tratamientos de niños con enfermedades graves. Las pensiones por discapacidad se eliminan con decretos invisibles, sin debate, con la frialdad burocrática de un Excel. Pero en la Ciudad, esa misma mayoría electoral no se inmuta. La indiferencia porteña ya no es un síntoma: es una decisión política.

La ministra Patricia Bullrich transformó la represión en espectáculo. No hay miércoles sin su show de uniformes y móviles blindados, una puesta en escena que busca disciplinar la calle y enviar un mensaje de poder. Su política de seguridad se reduce a garantizar que nadie cuestione al mercado ni interrumpa el tránsito de los privilegiados. No hay seguridad en los barrios, ni prevención del delito organizado, ni política de derechos humanos: sólo control y castigo.

El presidente Javier Milei completa el cuadro con su dogma deshumanizante. Mientras predica la libertad, destruye cada herramienta que permite vivirla. Habla de eficiencia estatal y recorta el Garrahan, un hospital que representa la cooperación federal y la solidaridad social. Habla de meritocracia, pero ajusta las pensiones a los discapacitados, como si la desigualdad fuera una virtud moral. Habla de revolución liberal y nos deja un país de colas en comedores, jubilaciones de hambre y docentes sin salario digno. Su revolución es, en verdad, una contrarrevolución social.

En este contexto, el votante porteño se convierte en el espejo más cruel de la Argentina contemporánea. No porque todos compartan esa ideología, sino porque la mayoría ya no se escandaliza. Las imágenes de jubilados arrastrados por la policía ya no producen indignación: producen memes. El sufrimiento se volvió parte del paisaje, y la deshumanización, una forma de pertenencia. En nombre de la “modernidad”, se celebra la exclusión. En nombre de la “libertad”, se avala la represión. En nombre del “ajuste necesario”, se justifica el hambre.

El laboratorio político de Milei y Bullrich funciona mejor en la Ciudad que en cualquier otro distrito. Allí se prueba hasta dónde puede estirarse el límite moral de una sociedad antes de que se rompa. Se mide cuánta violencia puede tolerarse sin que la compasión reaccione. Y, por ahora, el resultado es preocupante: más de la mitad acepta la crueldad como precio de la estabilidad, como si el sufrimiento de otros garantizara su propia salvación.

Pero toda anestesia tiene un costo. Cuando la empatía se apaga, lo que queda es un país sin comunidad, sin proyecto y sin futuro. El modelo libertario y punitivo de Bullrich y Milei no sólo destruye el Estado: destruye el tejido moral que permite reconocernos como sociedad. Una comunidad que aplaude la represión a sus mayores no está avanzando: está retrocediendo a su estadio más primitivo.

La historia argentina enseñó que los ciclos de deshumanización nunca terminan bien. Primero vinieron por los jubilados, luego por los trabajadores, después por los estudiantes. Siempre hay un nuevo enemigo interno que justificar, una nueva víctima que disciplinar. Y siempre hay una mayoría silenciosa dispuesta a mirar hacia otro lado mientras se recortan derechos en nombre de la eficiencia.

Hoy, el desafío no es sólo político, sino ético. Recuperar la sensibilidad social en una ciudad que vota la violencia como orden. Recordar que detrás de cada ajuste hay un cuerpo que duele, un anciano que no llega a fin de mes, un niño que no recibe atención médica. Nombrar lo que el poder quiere volver invisible. Porque cuando una sociedad naturaliza el dolor, deja de ser sociedad.

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