Cuando la ultraderecha mediática cruza la línea de la infamia, la democracia queda rehén de la violencia simbólica y el fanatismo. La agresión a Esteban Paulón en el programa libertario “La Misa” desnuda el corazón podrido de un proyecto político que se alimenta del desprecio al otro. Las risas, los insultos y las calumnias no son un simple exabrupto: son la versión televisada del odio legitimado desde las más altas esferas del poder.
Hay escenas que, por su vileza, deberían avergonzar a toda sociedad que aspire a llamarse democrática. El 2 de julio, durante una emisión de “La Misa”, un programa de streaming que actúa como altavoz oficialista, el diputado nacional Esteban Paulón fue acusado de pedofilia y se le deseó públicamente el SIDA. El insulto no cayó en un vacío: fue celebrado, entre carcajadas y gestos de suficiencia, por un panel que hace del matonismo verbal su marca registrada. Quizás lo más obsceno no sea el agravio en sí, sino la impunidad con la que se vomita el odio. Porque el conductor del programa, Daniel Parisini, alias el “Gordo Dan”, no es un marginal que delira en un sótano polvoriento. Es un influencer con acceso directo a los despachos del poder libertario, un engranaje más de la maquinaria de propaganda que Javier Milei ha montado para dinamitar los límites de la convivencia democrática.
La Cámara de Diputados reaccionó con un pronunciamiento que reúne 42 firmas de casi todos los bloques. El documento no se anda con eufemismos: califica de “aberrante” la acusación de pedofilia lanzada contra Paulón y denuncia el discurso de odio que busca convertir a las minorías en chivos expiatorios de un país en crisis. “Pedófilo, operador, comunista y cara de pelotudo. SIDA para vos”, escribió días antes el panelista Pablo Sebastián Pazos en redes sociales, sin que ningún fiscal se diera por aludido. Cuando llegó la hora de repetirlo en cámara, no solo no se retractó sino que lo convirtió en un espectáculo. Así funcionan los linchamientos contemporáneos: con la complicidad cobarde de quienes se limitan a mirar para otro lado mientras a otro ser humano se lo difama y se lo deshumaniza.
Los voceros de Milei justifican esta estrategia con la coartada de la “batalla cultural”. Pero ¿qué significa, en el fondo, esa expresión tan grandilocuente? En los hechos, consiste en sembrar odio y estigmatización para encubrir la miseria moral y política que emana de la cúpula oficialista. Que en ese set estuviera Nicolás Márquez, biógrafo del propio Presidente, no es un dato menor. Márquez se permitió diagnosticar un “desorden anal” en Paulón con una crueldad de circo romano. El propio Parisini no dudó en describir el activismo LGBTIQ+ como un “abuso infantil”, empujando la falacia hasta el delirio. El mensaje es claro: quienes defienden derechos humanos deben ser tratados como criminales o pervertidos. Quien cuestione al poder libertario será escupido, perseguido, injuriado.
En este delirio comunicacional, no se trata solo de Paulón, aunque él haya sido la víctima inmediata. Se trata de un ataque calculado contra todo un colectivo, de la puesta en escena de un relato que demoniza la diversidad sexual y recupera fantasmas de una época donde la homosexualidad se pagaba con cárcel, ostracismo o muerte. Los propagandistas de Milei no inventan nada nuevo. Se limitan a reciclar prejuicios tan viejos como el miedo, pero con un envoltorio de memes, hashtags y streaming en alta definición. La mugre es la misma de siempre.
La reacción parlamentaria fue transversal: legisladores del Frente Amplio, Unión por la Patria, la UCR, la Coalición Cívica y Hacemos Coalición Federal coincidieron en señalar que la difamación es incompatible con los principios de igualdad y dignidad humana. Entre las firmas sobresale la de Silvia Lospennato, una referente histórica del PRO que hoy toma distancia del macrismo tradicional. También la de Maximiliano Ferraro, que no dudó en advertir que este mensaje “busca sembrar miedo y reforzar prejuicios tan antiguos como violentos”. Es un alivio comprobar que, pese al clima de barbarie que se respira, todavía hay sectores de la política dispuestos a ponerle un límite al odio. Pero no basta con la solidaridad simbólica. Cuando un canal de comunicación se convierte en ariete para promover delitos y deshumanizar a minorías, no alcanza con los repudios. Hacen falta acciones concretas, porque el daño se propaga rápido y deja cicatrices profundas.
Paulón no es ajeno a este asedio. A comienzos de año, ya había denunciado a Javier Milei por incitación al odio, cuando en el Foro de Davos se despachó con diatribas que asociaban la diversidad sexual con “la destrucción de valores morales”. Aquellas palabras tuvieron el efecto de una chispa arrojada sobre un depósito de pólvora: desde entonces, el hostigamiento digital escaló en intensidad y ferocidad. La acusación de pedofilia —una de las más repugnantes que se pueden lanzar contra un activista— es solo la coronación de un proceso de demonización que se cocina a fuego lento en los laboratorios comunicacionales del poder.
Hay algo perverso en esta dinámica. Mientras Parisini y sus secuaces convierten la humillación en espectáculo, el gobierno de Milei sigue vendiendo la ilusión de la libertad absoluta. Pero esa supuesta libertad tiene nombre y apellido: libertad de odiar, libertad de difamar, libertad de destruir la reputación de quien no se someta. La convivencia democrática, esa conquista frágil que costó décadas de lucha, se vuelve papel mojado cuando un Presidente legitima con su silencio —o con sus guiños— la cacería mediática contra disidentes.
Quizás algunos crean que se trata apenas de un show grotesco que se consume en un puñado de canales libertarios. Ojalá fuera tan inofensivo. Lo que se reproduce en “La Misa” tiene efectos devastadores: normaliza la violencia simbólica, alimenta el resentimiento y refuerza la idea de que la política es un campo de exterminio moral donde todo vale con tal de aniquilar al otro. Y cuando la política renuncia a la decencia, lo que queda es un lodazal de injurias, prejuicios y amenazas.
En esta hora oscura, resulta imprescindible preguntarse qué clase de país estamos construyendo. Un país que ríe mientras se humilla a un representante democrático, un país que aplaude mientras se le desea la enfermedad a quien piensa distinto, un país que confunde libertad con sadismo. No es una anécdota, no es un exceso aislado: es un síntoma de una decadencia que nos involucra a todos. Y mientras sigamos tolerando que la difamación se disfrace de debate y que el odio se maquille de libertad de expresión, la democracia será solo una palabra hueca.
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