El ingreso del vicepresidente de Irán desata un escándalo internacional y deja expuesta la falta de control de Patricia Bullrich

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Un alto funcionario iraní recorrió Argentina durante semanas sin ser detectado por los organismos de seguridad. El episodio generó una crisis política interna y dejó en evidencia la descomposición del sistema de inteligencia nacional bajo el gobierno de Javier Milei.

La presencia del vicepresidente iraní Shahram Dabiri en territorio argentino, con visa de turista y sin registro oficial, encendió las alarmas diplomáticas y provocó un terremoto político en el gabinete nacional. Mientras la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, intenta despegarse del papelón, la oposición exige explicaciones urgentes sobre la vulnerabilidad del Estado en materia de control migratorio e inteligencia.

Durante marzo y abril de 2025, uno de los vicepresidentes de Irán, Shahram Dabiri, ingresó a la Argentina sin que nadie dentro del gobierno nacional lo advirtiera. Declaró ser médico, obtuvo una visa de turista y recorrió el país con total libertad. Visitó Buenos Aires, Bariloche, Ushuaia e incluso zonas de frontera. Recién semanas después, cuando las fotos de su estadía comenzaron a circular en redes sociales iraníes y algunos portales internacionales se hicieron eco, el escándalo estalló en Buenos Aires.

El episodio no tardó en transformarse en una crisis de seguridad nacional. Las autoridades reconocieron que la presencia del funcionario pasó desapercibida tanto para la Dirección Nacional de Migraciones como para la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y el propio Ministerio de Seguridad, a cargo de Patricia Bullrich. Se trató de una falla de proporciones monumentales: un funcionario de alto rango de un país involucrado en causas sensibles para la justicia argentina, como el atentado a la AMIA, ingresó y se movió libremente por el territorio sin que nadie lo registrara.

La noticia, publicada primero por TN, fue confirmada por medios como Urgente24, MDZ Online y Canal 26. Todos coincidieron en un punto: el gobierno se enteró tarde y mal. La excusa oficial fue que Dabiri no viajó en misión diplomática ni con pasaporte oficial, sino como particular. Sin embargo, esa justificación no alcanza para explicar por qué los sistemas de inteligencia no detectaron su identidad real, ni por qué nadie cruzó los datos con bases internacionales que señalan a altos funcionarios iraníes bajo alerta por sus vínculos con estructuras de poder involucradas en hechos de terrorismo.

Desde el oficialismo se prometió una “reforma profunda” del sistema de control migratorio y de inteligencia. Según TN, el gobierno anunció que se modificarán los formularios de visado y se ampliarán los protocolos de chequeo para perfiles con posibles vínculos políticos o diplomáticos. La SIDE, intervenida en varias de sus áreas tras el episodio, deberá ahora reportar directamente a la Jefatura de Gabinete en cuestiones de ingreso y egreso de funcionarios extranjeros. Pero detrás de las medidas técnicas asoma un problema político de fondo: el fracaso de la doctrina Bullrich, aquella que en campaña prometía “orden, control y autoridad” en todos los niveles del Estado.

La ministra, que hizo de la seguridad una bandera personal, se encontró en el centro de la tormenta. Su relación con Santiago Caputo —el asesor presidencial más influyente— se tensó al máximo. Diversas versiones indican que Bullrich responsabilizó a la SIDE por el fallo, mientras que desde el entorno de Caputo aseguran que el Ministerio de Seguridad no cumplió con los controles operativos mínimos. La disputa interna quedó expuesta cuando la ex titular de Migraciones, Florencia Carignano, denunció en el Congreso que “el vice de Irán tuvo visado consular” y preguntó si la Cancillería o la SIDE habían intervenido en la verificación de su identidad.

Lejos de ser un incidente burocrático, el ingreso del vicepresidente iraní representa un golpe a la credibilidad del Estado argentino ante la comunidad internacional. No solo por la dimensión diplomática —Irán sigue siendo un país observado por organismos de inteligencia occidentales— sino por la fragilidad institucional que el episodio revela. Un funcionario extranjero con poder político, de un país bajo sanciones internacionales, recorrió la nación sin que los organismos de control lo notaran. En cualquier parte del mundo, eso equivale a un fallo sistémico.

El caso reavivó viejas heridas y miedos. No faltaron las voces que recordaron el atentado a la AMIA y la obligación moral del Estado argentino de mantener una vigilancia estricta ante cualquier presencia iraní de alto nivel. La indiferencia o negligencia mostrada en este caso es, para muchos, una traición a esa memoria. Analistas internacionales señalaron que, en medio del alineamiento del gobierno de Milei con Washington y Tel Aviv, el ingreso inadvertido de un vicepresidente iraní es un papelón mayúsculo, capaz de deteriorar la confianza de los aliados estratégicos.

El gobierno intentó contener el daño político con declaraciones improvisadas. Bullrich habló de “una falla administrativa” y prometió sanciones, mientras el vocero presidencial relativizó el hecho diciendo que “no había alertas internacionales activas” sobre Dabiri. La respuesta solo agravó la crisis: la oposición presentó pedidos de informes en el Congreso y exigió que Bullrich comparezca ante la Comisión de Seguridad Interior. Varios legisladores recordaron que fue ella misma quien disolvió unidades de análisis en frontera y recortó presupuesto en inteligencia civil, lo que hoy se refleja en la incapacidad de detectar un ingreso sensible.

A esta altura, el caso es más que un error de protocolo. Es un símbolo del vaciamiento institucional que atraviesa al Estado argentino bajo el gobierno de Milei. La obsesión por recortar y desmantelar estructuras públicas en nombre de la eficiencia terminó generando un sistema de seguridad incapaz de garantizar lo más elemental: saber quién entra y quién sale del país.

En el plano diplomático, Cancillería evitó pronunciarse con claridad. La explicación fue que, al haber ingresado como turista, el funcionario no requirió intervención diplomática. Sin embargo, esa omisión solo refuerza el argumento de que el Estado actúa con los ojos vendados. En un contexto internacional de alta tensión, donde los equilibrios geopolíticos son delicados, semejante nivel de descoordinación deja a la Argentina en una posición de vulnerabilidad inédita.

Mientras el gobierno promete reformas y busca culpables, el episodio ya dejó una huella indeleble. Es el retrato más nítido de un modelo de gestión que confunde austeridad con desmantelamiento, y autoridad con improvisación. Patricia Bullrich, que se presentaba como la garante del orden, termina siendo la cara visible de un desorden institucional que amenaza la seguridad nacional. Y el presidente Milei, obsesionado con las redes y los números de mercado, asiste pasivamente a un nuevo bochorno internacional que erosiona la poca confianza que aún conserva el Estado argentino.

En las calles, el tema se comenta con indignación. “Si un vicepresidente de Irán entra sin control, ¿quién garantiza que no entren espías, traficantes o prófugos?”, se preguntan en los medios y en las redes. Es la pregunta que Bullrich no ha sabido responder.

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