Cristina fue condenada sin pruebas directas, sin testigos que la incriminen y sin una sola evidencia

Una sentencia sin pruebas ni pudor: la Justicia como arma política contra Cristina Fernández de Kirchner. La causa Vialidad, confirmada por la Corte Suprema, expone no sólo la fragilidad jurídica del fallo contra CFK, sino también el profundo deterioro institucional de un Poder Judicial cooptado por la política y los intereses de turno.

Mientras el gobierno de Javier Milei celebra la proscripción simbólica de la principal figura del peronismo, el fallo judicial que condena a Cristina Fernández de Kirchner se desmorona bajo su propio peso: no hay pruebas directas, se usaron elementos externos a la causa, se vulneraron derechos de defensa y la imparcialidad del tribunal fue severamente cuestionada. Lo que debería haber sido un juicio penal terminó siendo una operación política ejecutada desde los tribunales.

La condena a seis años de prisión contra la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner por supuesta administración fraudulenta en la causa conocida como “Vialidad” se sostiene, paradójicamente, en la ausencia de sustento probatorio. A pesar de la confirmación del fallo por parte de la Corte Suprema de Justicia el pasado 10 de junio, lo que se presenta como el epílogo de una era es en realidad una muestra descarnada del lawfare argentino, donde las togas reemplazan a las urnas y los jueces hacen de fiscales, opinadores mediáticos y verdugos.

En un país donde la Justicia hace rato dejó de ser un poder del Estado para convertirse en el brazo judicial de una minoría poderosa, el caso Vialidad se convirtió en el laboratorio ideal para validar la persecución política con apariencia de legalidad. Y si algo queda claro al leer el fallo —y las críticas de juristas que lo desmenuzan con precisión quirúrgica— es que Cristina fue condenada sin pruebas directas, sin testigos que la incriminen y sin una sola evidencia de que se haya beneficiado personalmente de las 51 obras adjudicadas a Lázaro Báez.

El fallo se construye sobre una inferencia, una sospecha que se transforma en certeza jurídica sin pasar por el filtro de la prueba contundente. Es decir, se condena a CFK por lo que «debió haber sabido», por lo que «era evidente», por lo que «no podía ignorar». Así, la línea argumental roza lo absurdo: una presidenta es culpable por el solo hecho de haber presidido.

Peor aún: el propio tribunal reconoce que no hay beneficios económicos personales acreditados. Entonces, ¿de qué se la acusa exactamente? ¿De haber permitido que se hicieran obras en su provincia natal? ¿De haber sancionado presupuestos votados por el Congreso? ¿De haber firmado decretos dentro del marco legal? ¿O de haber encarnado un proyecto político que incomodaba al establishment judicial, empresarial y mediático?

No es menor señalar que buena parte del material utilizado para reforzar la acusación —chats de José López, causas conexas como Hotesur y Los Sauces— ni siquiera formaba parte de este expediente. Es decir, se usaron pruebas de otros procesos que no fueron debatidas ni confrontadas por la defensa en este juicio. Una violación flagrante al principio de defensa en juicio, piedra angular de cualquier proceso legal mínimamente serio.

Y si de principios hablamos, la imparcialidad del tribunal debería haber sido motivo de escándalo nacional. Los jueces que firmaron la sentencia —Rodrigo Giménez Uriburu y Jorge Gorini— jugaron partidos de fútbol en la quinta de Mauricio Macri mientras instruían la causa. No es una metáfora: existen fotos, fechas y datos. Lejos de inhibirse, continuaron en sus cargos, blindados por el blindaje mediático y el silencio cómplice de un Poder Judicial completamente desacreditado ante la opinión pública.

La Corte Suprema, en un gesto tan predecible como humillante para la institucionalidad, convalidó esta parodia judicial sin siquiera tratar los aspectos más espinosos del caso. En tiempo récord, rechazó por “cuestiones formales” el recurso extraordinario, sin pronunciarse sobre el fondo de las objeciones planteadas por la defensa. Ni cosa juzgada, ni nulidades procesales, ni falta de dolo, ni derechos vulnerados. Nada importó. Lo único que urgía era cerrar el expediente y dejar servida en bandeja la cabeza política de Cristina para quienes sueñan con borrar al kirchnerismo del mapa.

Lo curioso es que la supuesta “asociación ilícita” que encabezaría la ex presidenta —otro de los cargos más vociferados mediáticamente— fue desestimada en el fallo. Porque no pudieron demostrarla. Porque no había elementos. Pero eso no impidió que durante años se alimentara el relato de una Cristina jefa de una mafia estatal. La realidad fue más incómoda que la ficción: ni siquiera los jueces del caso pudieron sostener semejante disparate.

La causa Vialidad es, en definitiva, la postal perfecta del deterioro democrático que atraviesa Argentina en tiempos de Javier Milei. Mientras el gobierno dinamita el Estado, pulveriza los salarios, regala soberanía al capital extranjero y persigue a la protesta social, necesita una épica: la épica de “haber derrotado a la corrupción kirchnerista”. Aunque sea con una sentencia vacía, escrita sin pruebas y dictada por jueces que jugaron al fútbol con el acusado de beneficiar.

Cristina Fernández de Kirchner no fue juzgada: fue sentenciada de antemano. El fallo no busca justicia, busca revancha. Y en esa lógica perversa de proscripción judicial, no importa que la ex mandataria ya haya dicho que no será candidata. Lo que buscan no es excluirla de las boletas, sino del imaginario popular, del relato histórico, del liderazgo opositor. Borrarla simbólicamente para consolidar un régimen donde Milei puede avanzar con su motosierra sin resistencia institucional ni calle.

Pero la historia argentina es terca. Cristina no es una figura más: representa, para millones, la defensa de derechos conquistados, la soberanía nacional, la dignidad frente al FMI, el amor a la universidad pública y el Estado como garante de justicia social. Por eso, el intento de proscripción no borra, sino que amplifica. Y en ese intento de sepultarla judicialmente, lo que emerge es la imagen de una mujer perseguida por desafiar los privilegios de una minoría que hoy gobierna con el aval del poder económico, mediático y judicial.

El fallo de la causa Vialidad pasará a la historia no por su solidez jurídica, sino por su función política. Como antes fue el memorándum con Irán, las fotocopias de los cuadernos, la causa dólar futuro o los bolsos de López. El lawfare no necesita pruebas: le alcanza con la indignación televisiva y el guion mediático bien montado. Mientras tanto, los verdaderos responsables del saqueo neoliberal —los que endeudaron al país con el FMI en tiempo récord, los que fugaron 45.000 millones de dólares, los que destruyen la ciencia, la cultura y la soberanía— duermen tranquilos. A esos no los investiga nadie.

Porque cuando la justicia se convierte en un instrumento de persecución, no hay república que aguante. Y cuando las sentencias se escriben con el pulso del poder político de turno, lo que se derrumba no es una figura política: es el Estado de derecho.

Fuentes:

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