La multinacional Avery Dennison clausuró su planta tras más de 25 años en San Luis y mudará la producción a Buenos Aires. El gremio del papel advierte que la apertura comercial y el ajuste del Gobierno de Javier Milei empujan al país a una economía del “sálvese quien pueda”, dejando un tendal de desempleados y territorios sin industria.
San Luis amaneció con la certeza amarga de que las máquinas de Avery Dennison, esas mismas que durante más de dos décadas imprimieron etiquetas para envases con la precisión de un reloj suizo, ya no volverán a encenderse. Y no se trata solo de hierro y engranajes: son 40 familias que hoy se quedan, literalmente, sin su medio de vida, mientras desde Buenos Aires el Gobierno de Javier Milei sigue sosteniendo que todo sacrificio vale la pena en nombre del mercado.
La noticia cayó como una bomba en la provincia, no sólo por lo imprevisto, sino por la forma en que se comunicó: fueron enviados representantes desde Brasil, quienes con acento extranjero y discursos cargados de tecnicismos económicos, pusieron fin a más de 25 años de producción puntana. Dos máquinas y toda una línea operativa serán trasladadas a Buenos Aires. Dicen que es por “cuestiones económicas”. Qué ironía: en nombre de la economía, se destruye la economía real, la de los trabajadores, la de la industria que genera valor y sustento.
Mario Famá, secretario general del Sindicato de Obreros y Empleados de la Industria del Papel y del Cartón de San Luis, lo dijo con crudeza, sin rodeos ni eufemismos. Esto no es solo la historia de una empresa que se va: es el síntoma visible de algo más profundo. Es el resultado de un Gobierno nacional que, con el bisturí de su ajuste, corta la carne viva de la producción local. Famá no se anduvo con vueltas: “Esto que pasa es muy triste. Nos están llevando a una economía del ‘sálvese quien pueda’”. ¿Y quién puede salvarse cuando el capital se mueve con total libertad mientras los trabajadores quedan anclados, con deudas, hijos, alquileres y un futuro negro?
No es casualidad que el cierre despierte fantasmas del pasado. Cada tanto, Argentina parece condenada a repetir su propia historia: fábricas que bajan persianas, máquinas que se venden como chatarra, pueblos enteros que se convierten en desiertos industriales. Avery Dennison no era solo una fábrica; era también un ejemplo de producción responsable. Poseía certificaciones internacionales de sostenibilidad, como la FSC®, que la convertían en un actor respetado en el sector. Ahora, ni la sostenibilidad ni los estándares internacionales salvaron los puestos de trabajo. Porque en la Argentina de Milei, lo único sostenible parece ser el ajuste.
Algunos podrán argumentar que la empresa va a pagar indemnizaciones legales y hasta un 8% adicional como gratificación. Como si un cheque pudiera reemplazar los 25 años de historia que cada trabajador tejió detrás de esas paredes. Como si unos pesos más pudieran borrar la angustia de no saber cómo llenar la olla el mes que viene. El drama, además, trasciende lo económico: es social, cultural, profundamente humano. Y quienes gobiernan parecen demasiado ocupados en recitar dogmas de mercado para mirar a los ojos a las víctimas de sus propias políticas.
Avery Dennison se va y deja tras de sí un hueco en la economía puntana. Pero lo más alarmante es la advertencia que lanza el gremio: este no es un caso aislado. Es apenas un capítulo más en un relato que podría replicarse en cualquier provincia del interior argentino. Cuando la única estrategia de desarrollo es abrir las puertas a las importaciones sin anestesia, las industrias locales, especialmente las más pequeñas o las radicadas lejos de los grandes centros urbanos, quedan expuestas como carne de cañón en una guerra desigual. La competencia internacional no perdona: siempre hay un país dispuesto a producir más barato, a costa de derechos laborales o de salarios de hambre.
Y es ahí donde se ve, con toda su crudeza, la desconexión entre los discursos grandilocuentes del Gobierno y la realidad de la gente. Mientras en Buenos Aires se declaman libertades y se celebra la llegada de capitales, en San Luis se cierran fábricas y se pierden empleos de calidad. ¿Qué sentido tiene la tan proclamada “libertad económica” si lo único que garantiza es libertad para las empresas de mudarse y dejar tierra arrasada a su paso?
Es tentador pensar que el problema se limita a una firma extranjera que decide reestructurar operaciones. Pero sería una lectura superficial, casi ingenua. Porque el cierre de Avery Dennison es el síntoma de un modelo económico que deja afuera a regiones enteras, mientras concentra la producción y los beneficios en unos pocos polos industriales. San Luis pierde no sólo una fábrica, sino la posibilidad de seguir siendo parte del mapa productivo del país.
La historia reciente está plagada de ejemplos de lo que ocurre cuando se abandona la defensa de la industria nacional. Hoy se dice que el mercado lo arregla todo. Que si se cierra una fábrica, otra abrirá. Que la competencia es sana. Pero la realidad es mucho más cruel. Las fábricas no son hongos que brotan con la primera lluvia. Se necesitan años de inversión, capacitación, certificaciones, experiencia. Y si algo enseña la historia, es que lo que se pierde en meses de ajuste, puede tardar décadas en volver.
Mientras tanto, lo concreto es que 40 familias hoy están en vilo. Con hijos que preguntarán por qué su papá o su mamá no van más a trabajar. Con vecinos que ya hacen cuentas sobre cuántos comercios cerrarán en cadena cuando esas 40 familias dejen de consumir. Con un gremio que intenta, a fuerza de declaraciones, visibilizar lo que el Gobierno parece querer esconder bajo la alfombra: que la famosa libertad de mercado no es más que un sinónimo elegante de desprotección para los más vulnerables.
Y si esto sigue así, el ajuste de Javier Milei va camino a convertirse en la lápida de la industria nacional. No importa cuántos números positivos se muestren en la Bolsa ni cuántas alabanzas lleguen desde fondos de inversión extranjeros. Si se sigue barriendo con las fábricas, con los puestos de trabajo, con la producción local, el país quedará reducido a un territorio de consumidores sin salario, a la merced de importaciones baratas y especulación financiera.
El caso de Avery Dennison, entonces, es mucho más que una empresa que baja la persiana. Es una señal de alarma. Es la evidencia brutal de que el relato libertario, cuando aterriza en la realidad, se traduce en desarraigo, desempleo y desindustrialización. Y lo que está en juego no son sólo 40 empleos: es el futuro de la Argentina productiva, esa que alguna vez creyó que el trabajo era la mejor política social.
Mientras San Luis digiere la noticia y se pregunta qué vendrá después, la pregunta se hace inevitable: ¿Cuántas Avery Dennison más deberán cerrar para que el Gobierno entienda que el mercado, por sí solo, no salva a nadie?
Fuente:






















Deja una respuesta