El presidente libertario habilitó un nuevo mecanismo para acceder a la ciudadanía argentina basado en la inversión privada, flexibilizando los requisitos migratorios y despertando preocupaciones sobre soberanía, desigualdad y seguridad jurídica. De esta manera el gobierno de Javier Milei puso en marcha un polémico decreto que permite a extranjeros con capacidad económica adquirir la ciudadanía argentina sin necesidad de vivir previamente en el país. Detrás del discurso pro-mercado se esconde una visión utilitarista del derecho a la nacionalidad, que privilegia el capital sobre el arraigo, la identidad y la equidad ante la ley.
En su cruzada por convertir a la Argentina en una utopía para los negocios, el presidente Javier Milei decidió extender la alfombra roja a los capitales extranjeros con una medida que reformula, de manera profunda y silenciosa, el modo en que una persona puede convertirse en ciudadana de nuestro país. A través del Decreto 343/2024, publicado el 15 de abril, el gobierno nacional abrió una nueva vía de acceso a la ciudadanía argentina basada exclusivamente en la inversión económica. Y lo hizo sin disimulos ni rodeos: ya no será necesario haber vivido dos años en el país ni demostrar una integración mínima a la sociedad argentina. Bastará con poner dinero sobre la mesa.
El decreto establece que un extranjero que haya obtenido la residencia temporal a través del Programa de Ciudadanía por Inversión podrá solicitar directamente la ciudadanía, sin necesidad de acreditar “domicilio real en la Argentina”, como exige actualmente la Ley de Ciudadanía y Naturalización (Ley 346). En los hechos, se trata de un atajo legal que elude los criterios tradicionales de arraigo, convivencia o intención de pertenencia, reemplazándolos por un criterio meramente patrimonial. Un cambio de paradigma, en el peor sentido posible.
La letra chica de la norma revela un patrón que se ha vuelto recurrente en la lógica libertaria de Milei: el desprecio por la igualdad ante la ley, la noción de ciudadanía como contrato social y el principio republicano de soberanía popular. La nueva política migratoria consagra, sin matices, un privilegio exclusivo para quienes puedan pagar. Se institucionaliza así una suerte de ciudadanía VIP, al margen del recorrido que deben atravesar millones de migrantes pobres que residen legalmente en el país, trabajan, tributan y crían a sus hijos aquí sin que eso les garantice derechos plenos.
El Programa de Ciudadanía por Inversión, anunciado en febrero por el Ministerio del Interior, plantea que podrán acceder al beneficio los extranjeros que realicen una inversión en Argentina de al menos USD 500.000, o bien que desarrollen un proyecto productivo o de servicios con potencial de creación de empleo local. Aunque esto suene razonable en apariencia, no hay parámetros precisos que regulen qué se entiende por “proyecto productivo” ni mecanismos de fiscalización claros. Todo queda sujeto a la discrecionalidad del Ejecutivo, y eso, en un país con instituciones debilitadas, es una invitación al abuso.
La defensa del gobierno se apoya en el discurso clásico de la atracción de inversiones y la generación de empleo. Sin embargo, los antecedentes internacionales de programas similares en Europa o el Caribe demuestran que estas iniciativas suelen derivar en burbujas inmobiliarias, lavado de dinero o enclaves fiscales con escaso derrame real sobre la economía nacional. Peor aún: habilitan la creación de pasaportes “de lujo” que terminan en manos de magnates, especuladores o incluso criminales, sin un verdadero vínculo con la comunidad que supuestamente los recibe. Argentina no está exenta de estos riesgos.
Lo más alarmante, sin embargo, es el modo en que Milei pretende reinterpretar las leyes a su antojo. El decreto se justifica invocando los principios de “eficiencia” y “modernización”, pero en realidad consagra una reinterpretación arbitraria del artículo 2 de la Ley 346, que exige como condición para naturalizarse el haber residido dos años en el país. Ahora, el gobierno afirma que la “residencia temporal” obtenida por inversión alcanza para cumplir con ese requisito, aunque no implique vivir efectivamente en Argentina. Es decir, se trastoca el espíritu mismo de la ley sin necesidad de pasar por el Congreso. Un nuevo ejemplo de hiperpresidencialismo a la carta.
Los efectos institucionales y simbólicos de esta medida son profundos. Se desdibuja la noción de ciudadanía como derecho político y se la convierte en una mercancía transable. Se erosiona la lógica inclusiva que hasta ahora había caracterizado, con sus matices y contradicciones, al régimen migratorio argentino. Y se oficializa un modelo de país donde los derechos no son universales, sino privilegios que se compran.
Desde una perspectiva jurídica, el decreto también abre un campo de incertidumbre. ¿Qué sucederá si los jueces consideran que la nueva ciudadanía por inversión vulnera principios constitucionales de igualdad y legalidad? ¿Podrán impugnarse las naturalizaciones obtenidas por esta vía en el futuro? ¿Qué consecuencias puede tener esto en términos de seguridad jurídica para los propios inversores? La respuesta, por ahora, es un mar de dudas.
El contraste con la situación de miles de inmigrantes de países limítrofes que esperan durante años para obtener la ciudadanía o incluso la residencia definitiva es brutal. Mientras se les exige demostrar arraigo, idioma, buena conducta y presencia constante en el territorio, a los inversores se les abre la puerta con un guiño y sin preguntas incómodas. Es la versión libertaria del “club privado”: si tenés plata, pasás; si no, hacé fila.
Lo más paradójico es que esta medida se lanza en medio de un brutal ajuste económico, con recortes en salud, educación y ciencia, pero con incentivos para los grandes capitales externos. El mensaje de fondo es nítido: el gobierno no está interesado en fortalecer los lazos sociales ni el sentido de comunidad, sino en monetizar todo, incluso la identidad nacional.
Por supuesto, la discusión sobre ciudadanía no es nueva ni exclusiva de Argentina. En muchos países del mundo se debate el equilibrio entre soberanía, apertura migratoria y atracción de inversiones. Pero lo que resulta cuestionable aquí no es la idea de repensar el régimen migratorio, sino el modo y el sentido en que se lo hace. El gobierno de Milei no propone una reforma participativa ni transparente, sino un negocio entre pocos. Y lo hace, como siempre, al margen de cualquier deliberación democrática.
La nacionalidad argentina, que debería ser símbolo de pertenencia, identidad y derechos, queda reducida a una ficha en el casino financiero internacional. Un objeto de intercambio, útil solo si rinde dividendos. Es un retroceso cultural profundo. Un gesto de desprecio hacia quienes construyen todos los días este país con su trabajo, su esfuerzo y su vida cotidiana. Una ciudadanía vaciada de contenido, entregada al mejor postor. La Argentina de Milei, en definitiva, no es una nación: es una franquicia.






















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