La única privatización del gobierno de Milei exhibe ganancias por primera vez en cinco años, aunque la empresa sigue hundida en un pasivo que se pagará recién entre 2036 y 2044 y cuya sostenibilidad depende de contratos en territorio venezolano.
IMPSA se convirtió, sin proponérselo, en un símbolo de las contradicciones del modelo económico de Javier Milei. La administración libertaria la mostró como “caso testigo” de su política privatizadora, pero detrás de los anuncios optimistas se esconde una realidad mucho menos gloriosa. La empresa, que vuelve a exhibir ganancias tras años de pérdidas, no lo hace por un repentino milagro de eficiencia privada ni por una transformación interna histórica. Su repunte se explica —casi en su totalidad— por contratos multimillonarios en Venezuela y no por un salto competitivo generado por la gestión del fondo comprador.
Y lo más delicado: la deuda que asfixió a IMPSA durante una década no desapareció, sino que fue simplemente empujada hacia adelante. El fondo Industrial Acquisitions Fund LLC (IAF), que se quedó con la empresa en febrero a cambio de apenas u$s20 millones, logró renegociar un pasivo monumental, pero no lo redujo ni lo canceló. Lo estiró hasta 2044, comprometiendo el futuro financiero de una empresa estratégica que ahora depende de un frágil equilibrio entre inversiones, mercados inciertos y contratos con gobiernos extranjeros.
Esa deuda refinanciada —u$s583 millones en nuevas ON amortizables recién a partir de 2036— es el gran elefante en la sala. El Gobierno celebra la privatización como si hubiera solucionado una estructura financiera ruinosa, pero la verdad es que la bomba sigue ahí, intacta, solo que con un reloj mucho más largo. El 98% de los acreedores aceptó la reprogramación, un alivio momentáneo, no una garantía de sustentabilidad. Nada de esto lo explica la narrativa oficial, que prefiere presentar la operación como un “éxito del sector privado”.
Mientras tanto, se destaca un dato que Milei nunca menciona: IMPSA muestra números positivos por primera vez en cinco años gracias a Venezuela, no por su nueva gestión. Las ganancias por $205.953 millones entre enero y septiembre de 2025 se sostienen en contratos gigantescos con la Central Hidroeléctrica de Tocoma —un acuerdo de u$s1.390 millones—, la Planta Macagua I —u$s484 millones— y otros proyectos vinculados a las centrales José Antonio Páez y Uribante Caparo.
Si esos contratos no existieran, IMPSA seguiría, como mínimo, en un estado de extrema fragilidad.
No es casual que este repunte se dé en el exterior y no en el mercado interno. En Argentina, la empresa acumula proyectos suspendidos o frenados, como la repotenciación de los Grupos Generadores 3 y 4 de la Central ACARAY II. Mientras tanto, la actividad nacional enfrenta un freno estructural producto del ajuste económico, la caída de la obra pública y la ausencia de un plan industrial del Gobierno. La paradoja es evidente: la única privatización de Milei exhibe éxitos gracias a un país extranjero mientras el mercado local se achica y los contratos domésticos se congelan.
El fondo IAF sostiene que por primera vez desde 2017 IMPSA tiene un accionista “dispuesto a invertir y desarrollar un plan de negocios serio”. Puede ser cierto, pero lo que permite reactivar la rueda no son las virtudes mágicas del nuevo dueño, sino haber encontrado financiamiento y contratos que compensan la crisis estructural del mercado argentino.
IMPSA se presenta como una compañía tecnológica con capacidades únicas —equipamiento nuclear, turbinas hidráulicas, tecnología eólica, bienes de capital para petróleo y gas—, pero su situación sigue siendo extremadamente vulnerable. La empresa arrastra una historia de reestructuraciones fallidas, defaults reiterados, acuerdos preventivos eternos y una estatización parcial en 2021 que le dio aire pero no resolvió su matriz de deuda. Y ahora enfrenta un futuro condicionado por vencimientos que comenzarán recién dentro de once años.
En ese contexto, el Gobierno se aferra al caso IMPSA como si fuera una prueba de que privatizar empresas estatales genera eficiencia inmediata. El resultado, sin embargo, es mucho más complejo. La compañía tiene ganancias, sí, pero no gracias a la Argentina ni al “cambio de gestión”, sino porque Venezuela sostiene su flujo de ingresos. La deuda continúa siendo gigantesca y su pago fue simplemente trasladado a otra generación. La reactivación productiva depende de variables externas. Y la muestra más evidente de que el modelo oficial no es replicable es que, luego de un año de gobierno, IMPSA sigue siendo la única privatización concretada por Milei.
La historia no termina en un cierre épico. Termina con un matiz que incomoda: IMPSA sobrevivió gracias a su inserción internacional, no gracias a la política económica del Gobierno. Y aun así, su destino sigue condicionado por la deuda más larga del sector y por la incertidumbre de un mercado global cambiante. La foto de la recuperación existe, pero detrás hay un film completo que el oficialismo intenta ocultar: privatizar no borró el problema de fondo, solo lo pateó hacia adelante.
IMPSA con ganancias gracias a contratos con Venezuela pero sigue con una colosal deuda hasta 2044




















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