Las grandes tecnológicas están financiando la expansión de la inteligencia artificial con deuda encubierta a través de estructuras opacas. La nueva fiebre del oro digital podría esconder los mismos mecanismos de apalancamiento que provocaron la crisis financiera de 2008.
Meta, Google y xAI (de Elon Musk) están usando vehículos financieros especiales para desplazar miles de millones en deuda fuera de sus balances. Bancos como Morgan Stanley y fondos como Blue Owl Capital son los arquitectos de un modelo que combina innovación tecnológica con riesgo sistémico. La deuda “invisible” vinculada a la IA ya crece a un ritmo de 100.000 millones de dólares por trimestre.
El relato triunfalista sobre la Inteligencia Artificial —esa promesa de productividad infinita y ganancias sin techo— tiene una cara menos visible, pero alarmantemente familiar. Detrás de los discursos sobre “el futuro del conocimiento” se está montando una maquinaria financiera que recuerda demasiado a la que estalló en 2008 con la crisis de las hipotecas subprime: apalancamiento oculto, estructuras opacas y deudas fuera de balance.
La historia vuelve, pero con chips de Nvidia en lugar de ladrillos de Florida.
Pablo Gil lo resume con precisión: las grandes tecnológicas están utilizando vehículos de propósito especial (SPVs) para financiar la gigantesca infraestructura que demanda la inteligencia artificial. Son entidades creadas exclusivamente para mover dinero y deuda, separadas legalmente de las matrices, y que permiten inflar la capacidad de inversión sin que los balances oficiales reflejen el verdadero nivel de exposición financiera.
El ejemplo de Meta es paradigmático. Según los datos revelados, la empresa desplazó unos 30.000 millones de dólares en deuda vinculada a centros de datos y hardware de IA a través de SPVs manejados por Morgan Stanley y Blue Owl Capital. Esa maniobra le permitió emitir otros 30.000 millones en bonos, duplicando su capacidad de endeudamiento sin que el mercado perciba el riesgo total. La operación es brillante desde el punto de vista financiero, pero también extremadamente riesgosa: traslada pasivos a entidades separadas, sin garantías claras sobre su respaldo real.
Y Meta no está sola. Elon Musk, a través de xAI, está siguiendo el mismo camino. Su empresa prepara un SPV de 20.000 millones de dólares para “alquilar” chips de Nvidia durante cinco años, evitando que esa obligación aparezca como deuda en su balance principal. En la práctica, se trata de una forma de leasing financiero encubierto, donde la deuda existe pero no figura. Es una jugada que mantiene la apariencia de solvencia mientras se multiplica el riesgo de liquidez.
Por su parte, Google se involucró en operaciones aún más sofisticadas, garantizando deuda de centros de datos de mineros de criptomonedas mediante derivados de crédito. En otras palabras, está apostando indirectamente al negocio del data mining —un mercado volátil por naturaleza— mediante instrumentos financieros complejos que amplifican su exposición al riesgo, pero sin que eso quede reflejado como deuda directa.
La magnitud del fenómeno es escalofriante: Morgan Stanley calcula que el sector tecnológico necesitará 800.000 millones de dólares en crédito privado bajo estas estructuras antes de 2028. A su vez, UBS advierte que la deuda vinculada a la IA crece a razón de 100.000 millones de dólares por trimestre. En términos macroeconómicos, eso equivale a un nuevo mercado de deuda paralelo, impulsado por la promesa de una tecnología que todavía no ha probado ser rentable a escala global.
La pregunta que muchos analistas comienzan a hacerse es simple: ¿qué pasa si la demanda de IA no cumple las expectativas?
Los centros de datos y chips se están comprando con apalancamiento a largo plazo, pero son activos que se deprecian aceleradamente. La vida útil de un chip de última generación puede ser de apenas tres o cuatro años, mucho menos que el plazo de la deuda que los financia. Si la rentabilidad no acompaña, las pérdidas se multiplican y los pasivos quedan sin respaldo tangible.
El esquema, en el fondo, reproduce el mismo patrón que los CDO y las hipotecas subprime de 2008: activos sobrevalorados, riesgos difusos y una confianza ciega en que “esta vez es diferente”.
El mercado, por ahora, celebra. Los bancos de inversión y fondos de crédito privado se presentan como los grandes facilitadores del “nuevo milagro digital”. Morgan Stanley y Blue Owl Capital, protagonistas de las maniobras de Meta, se enriquecen con comisiones millonarias estructurando estos vehículos. Es el mismo incentivo perverso que alentó la burbuja inmobiliaria: mientras haya volumen de operaciones, los intermediarios ganan, aunque el sistema se vuelva cada vez más inestable.
Lo más inquietante es el grado de invisibilidad contable.
En la superficie, las tecnológicas parecen sólidas: balances prolijos, márgenes de ganancia y expansión global. Pero bajo esa fachada se esconde un sistema de deuda que no figura en los informes a accionistas ni en los indicadores regulatorios.
El apalancamiento oculto convierte a las big tech en entidades híbridas: a medio camino entre empresas productivas y bancos de inversión encubiertos. La lógica del Silicon Valley de hoy no es tan distinta de la de Wall Street en 2006: riesgo disfrazado de innovación.
La paradoja es brutal. Mientras los discursos públicos insisten en la revolución ética y científica de la inteligencia artificial, el modelo financiero que la sustenta se apoya en las mismas trampas de siempre: deuda barata, opacidad y promesas de rentabilidad futura. La supuesta “nueva economía” digital depende, en realidad, del endeudamiento clásico que las crisis pasadas demostraron insostenible.
La diferencia es que ahora los activos no son casas o hipotecas, sino chips, servidores y algoritmos.
La historia económica enseña que toda burbuja nace con un relato moral.
En los 2000 era el “sueño americano de la vivienda propia”. Hoy es el “futuro inteligente y automatizado de la humanidad”. Pero detrás del relato, el mecanismo es idéntico: apalancar deuda para comprar activos sobrevaluados en un mercado que promete crecimiento eterno.
Si la rentabilidad no se concreta, si la tecnología no genera los ingresos esperados o si la competencia se multiplica, la corrección será tan rápida como devastadora.
Pablo Gil advierte que el riesgo no está en la IA como tecnología, sino en su financiación. El boom de la inteligencia artificial está siendo impulsado por crédito oculto, y eso —como toda construcción basada en deuda invisible— tiene fecha de vencimiento.
Las alarmas ya suenan entre los economistas más atentos: el sistema financiero está creando una burbuja paralela en nombre de la innovación.
Si el paralelismo con 2008 se cumple, el estallido no vendrá de las hipotecas, sino de los servidores.




















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