El aumento del monotributo como opción dominante en el mercado laboral argentino esconde una realidad alarmante: flexibilización encubierta, ausencia de derechos y un Estado ausente que empuja al trabajador a sobrevivir sin garantías. Bajo la promesa de la “libertad económica”, el gobierno de Javier Milei ha acelerado un fenómeno que ya venía gestándose: la explosión de trabajadores monotributistas. Detrás del relato de independencia y autoempleo se oculta un proceso de precarización brutal, impulsado por un Estado que se desentiende de sus responsabilidades laborales, sociales y sanitarias.
En una Argentina cada vez más estrangulada por el ajuste, el monotributo ha dejado de ser una herramienta pensada para pequeños emprendedores o profesionales independientes, para transformarse en una salida desesperada al desempleo, al subempleo y a la falta de opciones reales en un mercado laboral devastado. Esta tendencia, que se consolidó durante los últimos años, ha cobrado una dimensión alarmante bajo el gobierno de Javier Milei, que con su discurso de «libertad o esclavitud» promueve una desregulación salvaje del mundo del trabajo.
Los números hablan por sí solos: el monotributo crece sin pausa mientras el empleo registrado privado se estanca o directamente retrocede. Ya no se trata de una elección, sino de una imposición. Para miles de personas, convertirse en monotributista es la única alternativa frente al abismo de la desocupación o la informalidad absoluta. Pero lejos de ser un puente hacia la estabilidad, se trata de un esquema que legaliza la precarización, atomiza a los trabajadores y los priva de derechos elementales: aguinaldo, vacaciones, licencias, obra social de calidad, seguridad social y representación gremial.
El relato oficial intenta vestir esta realidad con los ropajes del emprendedurismo. Se impulsa la figura del “trabajador independiente” como símbolo de libertad y esfuerzo individual, mientras se esconde el drama cotidiano de quienes no tienen otra opción que emitir una factura para cobrar sueldos miserables, asumir los costos de su propia seguridad social y hasta financiar el déficit fiscal mediante una carga tributaria injusta y desproporcionada.
La estafa no es sólo económica, sino también simbólica. El Estado se corre, deja de regular, deja de intervenir, deja de cuidar. En nombre de una libertad que es puro espejismo, se abandona a millones de personas a su suerte. Es la libertad del zorro en el gallinero, donde los fuertes ganan siempre y los débiles no tienen ninguna red de contención. En lugar de promover empleo genuino y protegido, el gobierno de Javier Milei profundiza un modelo de tercerización extrema, externalizando no sólo tareas sino también responsabilidades.
En este esquema, los grandes ganadores son las empresas que contratan mano de obra barata y descartable sin cargar con los costos laborales. Contratos por horas, sin estabilidad, sin aportes, sin protección. ¿El trabajador se enferma? Es su problema. ¿Tiene un accidente? Que lo resuelva como pueda. ¿Se embaraza? Mala suerte. El monotributo, en este contexto, funciona como la coartada perfecta para desligarse de toda obligación, mientras se sostiene una fachada legalista que da apariencia de normalidad.
La trampa es tan eficaz como cruel: no sólo se elimina la relación laboral tradicional, sino que se culpabiliza al propio trabajador por no “generar valor”, no “innovar” o no ser “competitivo”. La lógica del mérito reemplaza a la justicia social. Se individualizan los fracasos y se colectivizan los beneficios. En vez de enfrentar a los verdaderos responsables de esta precariedad estructural, el discurso dominante apunta a los “vagos”, los “planeros” y los “parásitos del Estado”, estigmatizando a quienes reclaman derechos mientras se santifica al que se resigna a sobrevivir en soledad.
Pero este fenómeno no ocurre en el vacío. Se inscribe en un modelo de país donde se achican las universidades, se desmantela la ciencia, se vacía la salud pública y se criminaliza la protesta. Un país donde todo lo que huela a organización, solidaridad o derechos colectivos es combatido con furia. En ese contexto, el monotributo no es una casualidad, sino una herramienta funcional al proyecto de demolición social que lleva adelante La Libertad Avanza.
Lo que estamos viendo no es una transición hacia un mercado laboral más dinámico, sino una regresión hacia formas de explotación más crudas y despojadas de toda mediación estatal. La destrucción del salario como institución central del contrato social argentino es parte de un plan que apunta a transformar a los ciudadanos en consumidores, a los trabajadores en prestadores y a los derechos en servicios pagos.
Y lo más perverso de este esquema es que se presenta como modernización, cuando en realidad es una vuelta al siglo XIX. Se desmontan décadas de conquistas laborales en nombre de una supuesta eficiencia económica que nunca llega. Se celebra la “austeridad” mientras se benefician los mismos de siempre: los bancos, los fondos de inversión, las multinacionales y los grandes grupos económicos que necesitan de una fuerza laboral dócil, barata y silenciosa.
No hay nada moderno en que un docente universitario tenga que facturar por clase. No hay innovación alguna en que un repartidor de aplicación trabaje 14 horas por día sin seguro, sin obra social, sin vacaciones. No hay progreso cuando la única alternativa que se le ofrece a una enfermera o a un técnico en informática es emitir un recibo para cobrar la mitad de lo que le corresponde. Eso no es libertad, es desamparo.
En definitiva, el crecimiento exponencial del monotributo no puede analizarse como un fenómeno neutral o técnico. Es una decisión política. Es el resultado de una ideología que desprecia al Estado, al trabajo y a los trabajadores. Una ideología que busca disciplinar a la sociedad mediante el miedo, la incertidumbre y la competencia despiadada. Una ideología que, detrás de las promesas de libertad, esconde una crueldad sistemática y un desprecio profundo por la dignidad humana.
Mientras tanto, el gobierno celebra los índices de actividad emprendedora y se ufana de los nuevos inscriptos al monotributo. No ve —o no quiere ver— que detrás de cada alta hay una historia de caída. Una fábrica que cerró, una PyME que quebró, un puesto estatal que fue recortado, un vínculo laboral que fue disuelto. Detrás de cada factura electrónica hay una renuncia, una angustia, una sensación de derrota.
El monotributo no es un trampolín, es un salvavidas de plomo. Y quienes hoy lo presentan como una solución, son los mismos que están fabricando el naufragio.




















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