Salarios hundidos y empleo en terapia: la grieta económica que deja el ajuste de Milei. Los salarios formales encadenan caídas y la destrucción de puestos de trabajo no se detiene, el gobierno de Javier Milei celebra supuestas señales de recuperación. Una realidad donde el bolsillo pierde, la crisis social se agrava y el mercado laboral se convierte en un campo minado.
Con más de 183.000 empleos destruidos y un salario real que retrocede sin freno, la Argentina bajo el gobierno libertario transita un escenario de ajuste feroz. El relato de la estabilización choca contra la crudeza de los números: el poder de compra se esfuma, la pobreza acecha y la recuperación laboral es apenas un espejismo.
Hay cifras que calan hondo porque no son solo números: son la radiografía descarnada de una sociedad que se empobrece a paso firme mientras el gobierno de Javier Milei agita banderas de libertad y sacrificio. Y aunque desde la Casa Rosada pretendan transmitir calma y repitan como un mantra que la economía está “saliendo del pantano”, la realidad laboral y salarial de la Argentina cuenta una historia mucho más áspera. Una historia de sueldos que no paran de caer, de empleos que se esfuman y de un mercado laboral que se debate entre la supervivencia y la resignación.
Abril trajo un tenue alivio en las estadísticas, pero demasiado endeble para borrar el rojo furioso que se pintó desde que Milei asumió en diciembre. Hubo un mísero 0,1% de aumento en la cantidad de trabajadores registrados. Apenas 14.600 personas más respecto de marzo, en un universo total de 12,8 millones de empleos formales. Una brizna de esperanza, si se la mira aislada. Pero basta correr un poco el foco para tropezar con el dato que arruina cualquier festejo: desde noviembre de 2023, se destruyeron 183.447 empleos. Una sangría silenciosa que erosiona el tejido productivo y dispara el miedo en miles de familias que no saben si mañana seguirán cobrando un sueldo.
Mientras tanto, los salarios se desploman. Cuatro meses consecutivos de caída, un acumulado del 5,5% entre enero y mayo, y un poder adquisitivo que sigue evaporándose. Aunque la remuneración bruta promedio en abril fue de $1.679.334, y la mediana llegó a $1.232.516, la inflación de abril —2,8%— se devoró cualquier atisbo de mejora. Y la película no mejora en mayo: las proyecciones en base a los convenios colectivos muestran que los haberes volvieron a caer, quedando 1,4% por debajo de los niveles de noviembre pasado. Una performance salarial tan pobre que, en palabras del economista Federico Pastrana, es comparable a lo que sucede en crisis inflacionarias severas. Porque el llamado “ancla salarial” que el gobierno agita como herramienta contra la inflación tiene un costo social devastador: hambre, desigualdad y enojo.
No es solo una cuestión de números fríos. El deterioro del salario real es un golpe directo al corazón de la vida cotidiana. Porque detrás de cada porcentaje de caída hay un carrito de supermercado que se llena menos, una boleta de luz que se hace impagable, un alquiler que absorbe la mitad del sueldo, un pibe que deja de ir a la universidad porque no alcanza para el colectivo. Esas escenas cotidianas que se replican como eco sordo en los barrios, mientras Milei y sus funcionarios posan en los medios sosteniendo que “la inflación está bajando gracias al ajuste”. Y tal vez bajará, pero al precio de convertir en indigencia a segmentos cada vez más amplios de la clase trabajadora.
La crisis es aún más cruel en el sector público. Allí, el retroceso salarial es sencillamente brutal: hasta abril, los empleados estatales nacionales y provinciales arrastran una caída promedio del 15,5% frente a fines de 2023. Pero el número más escalofriante lo protagoniza el Estado Nacional: sus trabajadores perdieron un 31,6% real de sus salarios en apenas cinco meses. Una cifra que hiela la sangre y desnuda la crudeza de la motosierra oficial: la austeridad no es un eslogan, es recorte puro, sobre carne viva.
Y mientras los salarios se pulverizan, el mercado laboral navega en un mar embravecido. Sí, hubo sectores que en abril generaron algo de empleo, como la agricultura (1,6%), la construcción (0,8%) o las actividades inmobiliarias (0,4%). Incluso el comercio, la supuesta “estrella” del empleo privado, acumuló desde noviembre 24.295 nuevos puestos. Pero la contracara es letal: la industria perdió 32.455 trabajadores. Y en un país que necesita producir para generar divisas y crecer, la sangría industrial es una bomba de tiempo.
El empleo en casas particulares es otro botón de muestra del derrumbe. Cayó 0,3% en abril y acumula un derrape del 3% interanual. “En abril de 2025 la cantidad de trabajadoras registradas en el sector fue la más baja de los últimos 12 años”, señala Luis Campos, del Observatorio del Derecho Social de la CTA. Una señal dramática de cómo la crisis golpea en el corazón de los hogares empleadores, que recortan gastos en lo primero que pueden: la ayuda doméstica. Y es ahí, en esos gestos cotidianos de ajuste, donde se siente la recesión de manera más cruda.
Los trabajadores independientes también están en la cuerda floja. El monotributo social, clave para miles de trabajadores vulnerables, se hundió 1,6% solo en abril, y acumula una caída interanual del 63%. Una verdadera masacre laboral que tiene rostro humano: son cuentapropistas, feriantes, pequeños prestadores de servicios que quedaron afuera del sistema tras los cambios normativos y los reempadronamientos. Gente que, de un día para otro, se quedó sin cobertura médica, sin aporte jubilatorio, sin nada. Y que ahora forma parte de esa masa creciente que sobrevive en la economía informal o, peor, directamente en la indigencia.
La recuperación que pregona el gobierno aparece, en el mejor de los casos, como un espejismo. Pastrana lo resume con crudeza: la tendencia es de “estancamiento”. Un mes crece, al siguiente vuelve a caer. No hay tracción sostenida. No hay motor claro. No hay horizonte. Y lo más alarmante es que detrás de esta inestabilidad se cocina una bomba social que nadie parece querer mirar de frente. Porque si algo se repite como un mantra en la historia argentina, es que cuando el salario se desploma y el trabajo desaparece, la conflictividad social salta por los aires.
La famosa “conflictividad sorprendente” de la que habla el nuevo presidente de la Confederación de Cámaras Empresariales no brota de la nada. Brota de familias que no llegan a fin de mes, de obreros industriales despedidos, de empleadas domésticas dadas de baja, de monotributistas expulsados del sistema, de empleados públicos cuyos sueldos retroceden tres décadas en apenas meses. Y brota también del hartazgo frente a un relato oficial que pretende disfrazar de “heroico ajuste” lo que para la gente común es hambre y desamparo.
El gobierno de Milei podrá insistir en que el sacrificio es necesario y que “no hay plata”. Pero mientras tanto, los datos son implacables: los salarios se derrumban, el empleo se evapora y el futuro se tiñe de incertidumbre. Y en medio de tanta retórica libertaria, el único ancla que sigue firme es el del salario hundido. Un ancla que, lejos de salvar al barco, amenaza con arrastrarlo al fondo.
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