En una audiencia cargada de memoria, verdad y exigencia de justicia, el Ministerio Público Fiscal pidió penas ejemplares para empresarios y fuerzas de seguridad involucrados en crímenes atroces cometidos antes del golpe militar. El juicio por “El Villazo” saca a la luz el rol activo del poder económico en el terrorismo de Estado.
El tiempo no borra los crímenes. Apenas los oculta bajo capas de impunidad y silencio institucional. Pero cuando las palabras se convierten en pruebas y las voces de los sobrevivientes resisten al olvido, la historia se abre paso. Eso ocurrió recientemente en Rosario, donde la Unidad Fiscal de Lesa Humanidad pidió prisión perpetua para dos exdirectivos de la metalúrgica Acindar, una de las empresas emblema del poder económico en la Argentina de los años setenta. El motivo: su participación en secuestros, tormentos y asesinatos contra trabajadores metalúrgicos y ferroviarios durante la represión desatada en marzo de 1975 en Villa Constitución, en el marco del histórico conflicto conocido como “El Villazo”.
La acusación fue contundente. El fiscal general Adolfo Villatte, acompañado por los auxiliares Juan Patricio Murray y Álvaro Baella, presentó ante el Tribunal Oral Federal N°1 de Rosario un alegato que no deja margen para la duda: los empresarios Roberto José Pellegrini y Ricardo Oscar Torralvo no fueron meros espectadores de la violencia represiva. Fueron parte activa, estratégica y operativa de un entramado represivo que no necesitó aún del golpe militar para comenzar a exterminar opositores.
Pellegrini y Torralvo, jerarcas de Acindar, enfrentan ahora el pedido de prisión perpetua por su presunta responsabilidad en ocho homicidios agravados, 29 casos de privación ilegítima de la libertad y tormentos, además de formar parte de una asociación ilícita. Esta acusación, de ser confirmada por el tribunal, marcaría un hito en la justicia argentina: por primera vez, una cúpula empresarial podría recibir condenas equivalentes a las de los represores uniformados. Porque sí, en la Argentina del ’75, la represión no sólo vino de uniforme; también se planificó desde escritorios corporativos.
El juicio, que abarca los crímenes cometidos contra 57 víctimas, puso en foco la brutal ofensiva contra trabajadores organizados de la UOM, militantes de la lista Marrón recientemente electa en la seccional Villa Constitución y otros simpatizantes políticos. Fue una cacería sistemática, diseñada para desarticular el movimiento obrero combativo que cuestionaba privilegios patronales y exigía condiciones laborales dignas. La represión, como casi siempre, vino disfrazada de “orden” y ejecutada con una precisión de relojería industrial.
Los secuestros ocurrieron entre el 20 y el 26 de marzo de 1975, y se extendieron incluso hasta junio de ese año. En 1976, ya con la dictadura instalada, continuaron los crímenes. Las víctimas fueron arrancadas de sus casas o lugares de trabajo, torturadas en centros clandestinos, desaparecidas o asesinadas. Algunos de estos lugares siguen hoy sin señalización, como si el país aún no se animara a decir su propio nombre frente al espejo de su historia.
Además de los dos empresarios, la fiscalía pidió penas de entre 10 y 25 años para 15 expolicías federales y un expolicía provincial, entre ellos Roberto Álvarez, Amadeo Chamorro, Oscar Alberto Vessichio, Carmen Amanda Grosolli De Hellaid, entre otros. Todos ellos acusados por privaciones ilegítimas de la libertad, tormentos y por integrar una asociación ilícita. En todos los casos, se exigió que las penas se cumplan en cárcel común y de forma inmediata. La fiscalía no quiere más privilegios para criminales de lesa humanidad.
El alegato también apuntó contra el andamiaje normativo que sirvió de excusa para la represión. Se pidió declarar la insanable inconstitucionalidad de los decretos N°1368/74 y N°2717/75, que permitieron poner a las víctimas a disposición del Poder Ejecutivo Nacional bajo el falso pretexto de formar parte de un complot subversivo. Asimismo, se solicitó declarar inconstitucional el decreto 642/76 y la ley 21.449, que impidieron la opción de salida del país, convirtiendo a los trabajadores en rehenes del Estado.
Pero los fiscales no se detuvieron en las penas. Fueron más allá. Exigieron medidas simbólicas de reparación que van al corazón de la memoria colectiva. Pidieron que se ordene a los medios locales con mayor circulación de Villa Constitución que publiquen el veredicto en sus versiones impresas y digitales. Que se señalicen como centros clandestinos de detención los edificios de la Jefatura de Policía local, la Delegación Rosario de la PFA y la Prefectura Naval Argentina Rosario. Que se prohíba su modificación y que se preserve la verdad como un bien público.
Una de las demandas más conmovedoras del alegato fue la que busca restaurar la dignidad laboral de las víctimas. Se exigió que empresas como Acindar SA, Metcon SA, Wobrom, Villber SA y Marathon SA, o sus continuadoras, dejen constancia en los legajos personales de los trabajadores que fueron desaparecidos o asesinados, aclarando que su ausencia en el puesto laboral no fue voluntaria, sino resultado de la represión. Porque no hay justicia sin verdad, y no hay verdad sin memoria institucional.
Finalmente, la fiscalía reclamó que se declare probada la participación en los hechos represivos de personal del Ejército Argentino, de la Prefectura Naval Argentina y de la tristemente célebre Triple A, esa fuerza parapolicial que sembró el terror en nombre de la “seguridad nacional”.
Este juicio, que continúa con los alegatos del resto de las partes, promete ser un parteaguas. No sólo porque pone en el banquillo a represores, sino porque desnuda, una vez más, la complicidad empresaria en los crímenes de lesa humanidad. Porque no se trató de manzanas podridas ni excesos individuales. Se trató de un plan sistemático de aniquilamiento, con planificación corporativa, logística estatal y aval judicial.
Y cuando el Estado se convierte en verdugo, y los empresarios en cómplices de la masacre, la democracia no puede mirar para otro lado. El veredicto de este juicio, previsto para septiembre, puede sellar no sólo la condena de los acusados, sino también el reconocimiento de una verdad demasiado tiempo postergada: que el poder económico también tuvo sus manos manchadas de sangre. Y que la justicia, si de verdad quiere ser tal, debe alcanzarlos a todos.




















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