La fotografía de Javier Milei posando junto a sus candidatos con un cartel que reza “Kirchnerismo: Nunca Más” no es una simple provocación electoral. Es una operación simbólica de profundo calado político. Implica tomar por asalto una de las banderas más sagradas de la democracia argentina, pisotear el consenso que durante cuatro décadas blindó el “Nunca Más” como símbolo de unidad frente al horror, e intentar resignificarlo como arma de destrucción partidaria. En ese intento, Milei no está solo. Lo acompaña una constelación de figuras que encarnan el retroceso institucional más grave desde el retorno de la democracia.
La historia argentina tiene marcas imborrables. Una de ellas es la consigna “Nunca Más”, nacida del dolor colectivo y erigida como pacto fundacional en la salida de la dictadura más sangrienta que haya conocido el país. Esa frase, que fue título del informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) y que retumbó en el alegato final del fiscal Julio Strassera en el juicio a las Juntas Militares, condensó durante décadas el rechazo transversal al terrorismo de Estado. No era patrimonio de una fuerza política, ni un recurso de campaña. Era, y es, el grito de una sociedad entera que decidió no volver jamás al infierno.
Por eso, la decisión de Javier Milei de posar con una pancarta que clama “Kirchnerismo: Nunca Más” no puede leerse como un exabrupto menor ni como una simple estrategia de marketing electoral. Se trata de un gesto deliberado de apropiación indebida y vaciamiento simbólico. Un intento de romper el dique de contención construido durante 40 años por los organismos de derechos humanos, los sobrevivientes, las Abuelas, las Madres y por una sociedad que, con matices y diferencias, mantuvo vivo ese compromiso ético y político.
La fotografía fue tomada en Villa Celina, en el partido de La Matanza. Allí se lo ve a Milei acompañado por su hermana Karina, su ministra de Seguridad Patricia Bullrich, el economista José Luis Espert, el intendente marplatense Guillermo Montenegro y Maximiliano Bondarenko, comisario retirado y candidato en la tercera sección electoral. Todos sonríen y levantan con orgullo un cartel que invierte el sentido de la memoria colectiva para convertirlo en slogan electoral. La provocación está servida, pero lo que está en juego va mucho más allá de una contienda electoral: es el pacto democrático mismo el que está siendo dinamitado.
Lo grave no es sólo la banalización del “Nunca Más”, sino el contexto en el que se produce. Bajo el gobierno de La Libertad Avanza, las políticas públicas de derechos humanos han sido arrasadas. La Secretaría de Derechos Humanos fue degradada, el Archivo Nacional de la Memoria y el Museo Sitio de Memoria ESMA —espacios vitales para la construcción histórica y educativa sobre el terrorismo de Estado— fueron desjerarquizados. Cientos de trabajadores que sostenían esas políticas fueron despedidos, destruyendo décadas de memoria institucional y social.
No es casualidad. La avanzada del mileísmo sobre los derechos humanos es sistemática. Victoria Villarruel, vicepresidenta de la Nación, no sólo niega el carácter sistemático del plan represivo de la dictadura, sino que ha reivindicado públicamente a organizaciones como FAMUS, que buscaron equiparar el accionar del terrorismo de Estado con el de las organizaciones armadas. Incluso escribió, junto a Carlos Manfroni, un libro presentado como “el informe Conadep de las víctimas del terrorismo”, una operación de falsa equivalencia histórica que busca licuar responsabilidades y torcer el relato construido sobre Memoria, Verdad y Justicia.
El gesto de Guillermo Montenegro resulta especialmente paradójico. Como juez federal, fue quien envió a juicio a Jorge Rafael Videla en el marco del Plan Cóndor y elevó la causa contra Reynaldo Bignone por el plan sistemático de apropiación de menores. Es decir: no puede alegar ignorancia sobre lo que representa el “Nunca Más”. Hoy, sin embargo, levanta la pancarta que lo traiciona todo.
Milei ha sido coherente en su desprecio por el consenso democrático. En nombre de una cruzada personal contra el kirchnerismo, intenta dinamitar los pactos fundacionales de la posdictadura. Pero lo que se oculta tras esa cruzada no es sólo una disputa política: es una pulsión de destrucción institucional. De ahí que su arremetida simbólica se combine con medidas concretas, como la intervención por decreto del Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG), el organismo que asiste a las Abuelas de Plaza de Mayo en la búsqueda de sus nietos apropiados. Esa intervención, impulsada mediante el DNU 351, fue frenada por el Congreso en una votación que dejó en evidencia que, pese a todo, la democracia todavía conserva algunos reflejos.
La operación de Milei se ampara en una lógica de impunidad discursiva. Busca resignificar el “Nunca Más” para convertirlo en arma electoral. Intenta borrar los límites entre memoria histórica y coyuntura partidaria, y en ese borramiento pretende reducir los crímenes de Estado a un juego retórico. La foto en Villa Celina es un punto de inflexión. No porque inaugure un proceso —el vaciamiento venía gestándose— sino porque lo oficializa y lo exhibe con desparpajo. Ya no se trata de silencios ni omisiones: es una declaración de guerra abierta al legado de la democracia.
Y sin embargo, la historia resiste. El “Nunca Más” no pertenece a ningún gobierno, pero tampoco puede ser secuestrado por quienes lo desprecian. No es propiedad exclusiva del kirchnerismo, aunque haya sido esta fuerza la que lo revitalizó y lo institucionalizó en las últimas décadas. Es patrimonio del pueblo argentino, y como tal debe ser defendido. Lo que está en juego no es sólo una consigna: es el sentido mismo de la democracia que supimos construir.
Frente a esta embestida, la respuesta no puede limitarse a la indignación. Es necesario reafirmar la vigencia de los derechos humanos como política de Estado, recuperar los espacios desmantelados, restituir a los trabajadores desplazados, y trazar una línea roja que no pueda ser traspasada por ningún gobierno, por más disruptivo que pretenda ser. Porque una democracia que permite la profanación impune de su memoria fundacional es una democracia en riesgo.
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