Celulosa: Con más de 21 mil millones de pesos en cheques rechazados y el pedido de quiebra expone el fracaso del modelo económico de Milei

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Mientras el Gobierno de Javier Milei persiste en su cruzada por un ajuste sin anestesia, Celulosa Argentina, emblema de la industria papelera, tambalea al borde del precipicio económico. El derrumbe de la firma refleja, en crudo, las consecuencias devastadoras de políticas que desprecian el entramado productivo y el empleo. Detrás de los números rojos, se agita el drama de cientos de trabajadores y una cadena de valor jaqueada por la recesión.

Celulosa Argentina, esa empresa con casi un siglo de historia que supo ser símbolo de la pujanza industrial santafesina, hoy está a punto de estrellarse contra la pared de la quiebra, como si la hubieran arrojado al abismo desde la Casa Rosada. Los números son de vértigo: más de 21.000 millones de pesos en cheques rechazados y la soga de un pedido de quiebra que, por más tecnicismos judiciales que lo maquillen, suena a campanada final.

En el papel —y nunca mejor dicho— la compañía figura aún viva. Pero sus balances cuentan otra historia. En apenas seis meses, Celulosa multiplicó por siete el volumen de cheques sin fondos respecto al año anterior. Lo gritan las estadísticas: pasó de 2.952 millones de pesos en rechazos entre enero y junio de 2024 a la estruendosa cifra de 21.440 millones en el mismo período de 2025. Es una bola de nieve que arrastra bancos, proveedores y, lo que es peor, cientos de empleos directos e indirectos que cuelgan de un hilo tan frágil como el papel que producen.

Pero lo más inquietante es lo que estas cifras revelan en clave política y económica. No se trata sólo de la crisis de una empresa en particular, sino del desangre de todo un sector productivo al que las políticas de Javier Milei han puesto en la picota. Porque bajo el dogma libertario del ajuste brutal, el mercado interno se achicó hasta la asfixia, y la industria papelera es apenas uno de los canarios que caen muertos en la mina de carbón que es la economía argentina.

El gobierno se obstina en narrar que el ajuste es “necesario” y que “los privados se van a acomodar”. ¿De verdad alguien cree que una empresa como Celulosa, con plantas en Capitán Bermúdez y Puerto Viejo, con clientes que abarcan desde fabricantes de cajas hasta empresas editoriales, se funde porque “no es competitiva”? La explicación es otra, y es tan brutal como sencilla: no hay consumo, no hay crédito, no hay financiamiento. Y lo que queda en pie se lo devora la recesión.

El pedido de quiebra lo disparó nada menos que uno de sus principales acreedores: Bank of Communications, sucursal Buenos Aires. No hablamos de una pyme desesperada, sino de un banco extranjero de peso que se cansó de esperar a cobrar. Es el síntoma de una desconfianza terminal, donde ya nadie está dispuesto a financiar siquiera a compañías históricas. La cuenta es simple: sin capital de trabajo, sin crédito, sin mercado que consuma lo producido, las empresas caen como fichas de dominó.

Por eso resultan casi obscenas las frases oficiales que minimizan los efectos del ajuste. La empresa admitió públicamente “una situación económica y financiera que no le permite cumplir con sus obligaciones normales”. Lo que Milei llama “normalización macroeconómica”, en el terreno real significa máquinas paradas, trabajadores angustiados y familias que no saben si mañana tendrán salario.

La tragedia de Celulosa es, también, un golpe a toda la cadena de valor. Desde proveedores de químicos, transportistas, hasta imprentas y cartoneros, el temblor recorre los eslabones productivos. Y en el fondo, late un problema estructural: el mercado interno en terapia intensiva. Sin demanda, las industrias se convierten en un lujo inviable.

No faltará quien repita el latiguillo liberal de que “si no es eficiente, que cierre”. Pero convendría recordar que Celulosa, como tantas otras firmas, venía navegando dificultades, sí, pero sobrevivía hasta que la economía se desplomó en picada. Y no es casualidad que esta debacle coincida con la brutal caída de la actividad industrial, el desplome del consumo y el sincericidio oficial que reconoce que “la recesión es el costo del ajuste”.

El gobierno de Milei se jacta de haber logrado superávit fiscal. A costa de qué, habría que preguntarle. A costa de empresas que quiebran, de trabajadores que se quedan en la calle, de cadenas de valor que se disuelven como agua entre los dedos. A costa, en definitiva, de pulverizar el tejido productivo argentino.

La historia de Celulosa, que empezó en 1929 y resistió dictaduras, hiperinflaciones, corralitos y hasta pandemias, puede terminar liquidada en un despacho judicial. Su símbolo industrial convertido en polvo. Y no porque su negocio sea obsoleto, sino porque Milei decidió apagar la economía para cuadrar números en un Excel.

La crónica de estos días combina datos duros con una sensación de tristeza. Porque detrás de cada cifra hay operarios que encienden hornos industriales cada madrugada, hay proveedores que fiaron mercadería y ahora sólo ven cuentas impagas, hay barrios enteros de Capitán Bermúdez que dependen de esa fábrica.

Y hay algo profundamente irritante en la frialdad del discurso libertario que observa la posible quiebra de Celulosa como un “daño colateral”. ¿Cuántos colapsos más necesita Milei para entender que no se construye libertad sobre las ruinas de la industria?

Tal vez lo más brutal sea la certeza de que esto no es un hecho aislado. Celulosa es apenas la punta del iceberg. Porque si ni siquiera empresas con casi cien años de historia pueden capear el ajuste, qué queda para las pymes, los comercios, los pequeños talleres.

Mientras Milei se ufana de su épica anti-casta, la verdadera casta —la de las industrias nacionales, los laburantes, los proveedores— agoniza sin que nadie desde el poder siquiera parpadee. Y en esa agonía se juega no sólo el futuro de Celulosa, sino el de un país entero.

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