El gráfico que difundió el periodista Ari Lijalad en X, acompañado de una frase tan breve como devastadora —“el peor salario mínimo en 30 años, producto del plan económico de Milei y Caputo”— sintetiza en un solo golpe visual el drama social que atraviesa la Argentina. No hace falta un paper académico para entender la magnitud del desastre: desde 2024, el Salario Mínimo, Vital y Móvil cayó a niveles inferiores incluso a los de la crisis de 2001. Y no es una metáfora. Es un dato. Un número frío, irrefutable. Un síntoma del experimento económico más brutal que se haya aplicado en democracia.
El informe del Centro de Investigación y Formación de la República Argentina (CIFRA-CTA), publicado en noviembre de 2025, funciona como un electrocardiograma del bolsillo: la línea naranja del SMVM real cae sin pausa desde hace una década, pero se desploma con violencia quirúrgica a partir de diciembre de 2023, cuando Javier Milei y Luis Caputo tomaron el control de la economía y lanzaron su llamado “sinceramiento”. Ese sinceramiento —que en la vida cotidiana significó devaluación, remarcaciones, salarios pulverizados y un ajuste sin anestesia— dejó una marca indeleble: en octubre de 2025, el salario mínimo equivalía a solo el 41,6% del valor que tenía en 2015, año que se toma como base 100. En otras palabras, los trabajadores perdieron casi el 60% de su capacidad de compra respecto de una década atrás.
El derrumbe no es solo histórico: es humillante. Una familia tipo necesita casi cuatro salarios mínimos para no caer debajo de la línea de pobreza. El SMVM vigente —$322.200, congelado desde agosto de 2025— no llega ni al 25% de la Canasta Básica Total ni cubre el costo mínimo para garantizar una vida digna. Peor aún: representa menos del 20% del salario promedio del sector privado registrado. Ni siquiera funciona ya como referencia para nada: ni para paritarias, ni para planes sociales, ni para disputas distributivas. Es un número muerto. Una ficción.
La comparación histórica estremece: ni durante la crisis de 2001 el SMVM perforó niveles tan bajos como los actuales. Nunca desde 1994 se vio semejante retroceso. Aquella Argentina que se incendiaba entre cacerolas, corralitos y helicópteros al menos preservaba un piso salarial que hoy está completamente dinamitado. Y si se toma sólo el período Milei–Caputo, la caída acumulada llega a un 35,2% en términos reales, según CIFRA. Esto implica que, si el salario mínimo no hubiera sido triturado durante los últimos diez años, hoy debería ubicarse alrededor de $760.000, más del doble de lo que efectivamente perciben millones de trabajadores.
El desplome tiene nombres, decisiones y responsables. La devaluación del 118% aplicada por Caputo en su primer día de gestión no fue un daño colateral: fue un diseño. Un shock programado para licuar salarios, bajar costos laborales y ordenar la inflación a fuerza de empobrecer a la mayoría. La política salarial se mantuvo en el mismo carril: cinco reuniones consecutivas del Consejo del Salario terminaron sin acuerdo y, ante la falta de consenso, la Secretaría de Trabajo impuso aumentos mínimos alineados a la posición empresaria. Basta recordar aquel vergonzoso incremento de abril 2025, equivalente a “tres empanadas”, que se volvió símbolo de la humillación institucionalizada.
Esta estrategia —que el Gobierno vende como “ancla antiinflacionaria”— tiene consecuencias devastadoras: informalidad récord del 37,7%, pérdida neta de 276.000 empleos registrados y el cierre de 19.000 PyMEs desde que Milei llegó al poder. En la región, Argentina pasó a ostentar el salario mínimo más bajo de América Latina, superado incluso por economías con PBI muy inferiores, según estudios del CELAG.
Y, sin embargo, el Gobierno insiste en que la caída del salario real es un “sacrificio necesario” para lograr la estabilidad macroeconómica. Caputo repite que “los salarios crecen en dólares” mientras las estadísticas muestran que los ingresos reales se hunden y la inflación, aunque desacelerada, sigue carcomiendo cada rincón del consumo masivo. Los defensores del mileísmo intentan instalar que “la crisis empezó en 2011” o que “la inflación heredada obligaba al ajuste”, pero esquivan el dato esencial: nada en treinta años provocó una destrucción tan violenta del salario como el shock libertario de 2023-2025.
La reacción en redes fue instantánea. El posteo de Lijalad superó los miles de interacciones en horas y se convirtió en un condensador del malestar social. Sindicatos, economistas críticos, dirigentes opositores y usuarios comunes replicaron el gráfico como prueba de la devastación cotidiana. La CTA Autónoma reclama un salario mínimo de $736.000, mientras la CGT y la CTA de los Trabajadores plantean un piso de $553.000, ambos muy por encima del monto que Milei evalúa decretar. Porque el Consejo del Salario, reunido el 26 de noviembre de 2025, volvió a fracasar en alcanzar un acuerdo. Y todo indica que el Gobierno impondrá unilateralmente un aumento que apenas llevará el SMVM a los $349.000 a partir de abril de 2026, muy lejos de cubrir siquiera la mitad de la canasta básica.
El debate ya no es técnico. No se trata de índices, coeficientes o controversias entre economistas. Se trata de decidir si el salario mínimo debe seguir funcionando como un instrumento para empobrecer, disciplinar y fragmentar al mundo del trabajo, o si debe reconstruirse como un pilar mínimo de dignidad. Hoy, en la Argentina gobernada por Javier Milei, el salario mínimo es la radiografía perfecta de un modelo que eligió estabilizar números a costa de destruir vidas.
El gráfico de CIFRA —reproducido por Lijalad— no es una imagen más. Es una sentencia. Y retrata con una claridad brutal el rumbo de un país donde la estabilidad macroeconómica se celebra mientras los trabajadores viven el peor salario mínimo en tres décadas. El experimento sigue en marcha. La caída también.






















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