La reciente movilización en defensa de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner no solo evidenció la potencia intacta del movimiento popular, sino que también dejó al descubierto la fractura política y moral de la cúpula de la CGT. Hugo Yasky, diputado y secretario general de la CTA, fue contundente: la ausencia institucional de la central obrera frente al ataque judicial contra la principal referente del campo nacional y popular “no fue coherente”. En un escenario de salarios de miseria, represión simbólica y proscripción política, el silencio de algunos sectores sindicales se vuelve tan estruendoso como sospechoso.
Cuando la historia llama, el silencio también habla. Y en la Argentina de Javier Milei, donde la motosierra económica arrasa derechos, donde la política se convierte en espectáculo y donde la persecución judicial se disfraza de transparencia, ese silencio puede ser traición. Así lo dejó entrever Hugo Yasky, diputado nacional por Unión por la Patria y secretario general de la CTA, al criticar con dureza a la CGT por su falta de compromiso político ante la reciente movilización en defensa de Cristina Fernández de Kirchner.
“La CGT no fue coherente”, lanzó sin eufemismos, como quien ya se hartó de las medias tintas. Y tiene razón: no se puede emitir un documento denunciando la persecución judicial contra la presidenta del Partido Justicialista y, al mismo tiempo, negarse a poner el cuerpo en la calle. No se puede hablar de democracia y al mismo tiempo dejar sola a la figura más emblemática del peronismo contemporáneo cuando la embestida judicial busca clausurar su participación política de por vida. No se puede jugar a dos puntas cuando el adversario —el gobierno libertario de Milei— no es un actor racional sino un agresor sistemático contra los sectores populares.
El caso Vialidad y la condena a seis años de prisión con inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos no fue un hecho aislado, ni jurídico ni administrativo. Fue un mensaje de disciplinamiento, una operación de proscripción política orquestada desde los sectores del poder real. En ese marco, la Plaza de Mayo volvió a convertirse en el símbolo de la resistencia. Pero la CGT, o al menos su conducción formal, prefirió mirar para otro lado.
Yasky no esquivó el tema: habló de tensiones internas, de contradicciones estructurales dentro de la CGT, de fricciones propias de una dirigencia que —al parecer— no termina de decidir de qué lado de la historia quiere estar. Aseguró que la falta de una convocatoria conjunta fue un grave error político y una muestra palpable de esa desconexión entre cúpula y bases. Porque, como él mismo remarcó, muchos gremios y regionales de la CGT sí estuvieron presentes, acompañando con sus banderas, sus bombos y su gente. La plaza habló. La CGT calló. Pero no toda. Y ahí está la grieta real.
“El hecho de que dieran libertad de acción habla de que la posición de la conducción no fue expresión del conjunto”, subrayó el sindicalista. Y no hay mejor síntesis para una central que, en tiempos de crisis, debería ser columna vertebral del movimiento obrero, pero que parece más preocupada por no incomodar al poder que por defender a sus representados.
La marcha, que sorprendió por su masividad y contundencia, dejó en evidencia que el movimiento peronista, lejos de estar vencido, conserva su músculo social. Fue un mazazo inesperado para quienes apostaban a su desmovilización. “Sorprendió a todos aquellos que pensaban que estábamos liquidados”, afirmó Yasky con orgullo, como quien sabe que la calle sigue siendo el territorio donde se disputa el poder real.
En ese sentido, sus palabras son también una advertencia: el peronismo no ha muerto. Tampoco sus banderas ni su vocación de lucha. Y mucho menos sus bases, que siguen movilizadas, golpeadas sí, pero no derrotadas. Porque como bien dice la metáfora que utilizó el propio Yasky, “lo que hoy dice el Gobierno es la mueca de los que saben que han sido golpeados”. Una mueca forzada, impostada, como la sonrisa de un boxeador grogui que intenta disimular que el derechazo le rompió los esquemas.
Y no es casual que la bronca de Yasky se dirija tanto hacia afuera como hacia adentro. Porque mientras el gobierno de Milei profundiza un modelo de ajuste brutal que condena a millones a la miseria, que revienta salarios, dinamita el sistema previsional y ataca a la educación pública, desde algunos sectores del sindicalismo se observa una alarmante pasividad, cuando no una complicidad sorda.
En un país donde el 60% de los trabajadores no llega a fin de mes, donde la pobreza se ha disparado y la inflación licúa los ingresos más rápido de lo que se pueden negociar paritarias, el silencio no es prudencia: es abandono. Y cuando ese silencio viene de la CGT, el daño es doble. Porque se espera mucho más de quienes históricamente han sido los guardianes de los derechos laborales.
“La proscripción de Cristina está en el corazón de los problemas que hacen que el trabajador no llegue a fin de mes”, remarcó Yasky, hilando con claridad lo que algunos se niegan a ver: que detrás de la embestida judicial hay un intento de desarticular cualquier forma de resistencia organizada. Que el ataque contra Cristina no es solo personal o partidario: es un ataque contra la clase trabajadora, contra sus conquistas, contra su historia.
La foto de esa movilización, que recorrió el mundo, fue más que un acto de desagravio. Fue un mensaje. Un grito. Una declaración de principios. Los que apostaban por la desaparición del movimiento popular, los que creían que el peronismo era solo una cáscara vacía, ahora saben que estaban equivocados. Que hay cuerpo. Que hay calle. Que hay futuro.
Y ahí radica el verdadero dilema para la CGT. Porque no se trata solo de un error táctico o de una omisión circunstancial. Se trata de decidir si se va a estar con el pueblo o con los que lo oprimen. Con los trabajadores o con los que los explotan. Con la historia o con la intrascendencia.
Hugo Yasky puso el dedo en la llaga y habló sin rodeos. Como se espera de un dirigente que entiende que no hay neutralidad posible cuando los derechos están en juego. La CGT tendrá que responder. No con comunicados tibios ni con tecnicismos internos. Sino con hechos. Con presencia. Con coraje.
Porque en esta Argentina convulsionada, donde el gobierno de Javier Milei ha demostrado que no tiene otro plan que destruir todo lo conquistado, el movimiento obrero no puede permitirse el lujo de la ambigüedad. El tiempo de las definiciones ha llegado. Y el pueblo ya salió a la calle.
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