El Fondo Monetario Internacional avaló el ajuste brutal del gobierno de Javier Milei y aprobó una nueva revisión técnica, abriendo la puerta a un nuevo desembolso por U$S 2.000 millones. A cambio, exige más hambre, más recesión y más sacrificio para el pueblo argentino. Mientras millones de argentinos caen en la pobreza y la economía real se derrumba, el FMI le extiende la alfombra roja a Javier Milei. El organismo reconoce los “progresos” del Gobierno en su agenda de ajuste y vuelve a premiar a la motosierra con dólares frescos. Un gesto político antes que económico, que confirma una alianza ideológica cada vez más explícita.
El staff técnico del Fondo Monetario Internacional dio luz verde a la octava revisión del programa de facilidades extendidas vigente con la Argentina y recomendó al Directorio Ejecutivo del organismo que se apruebe un nuevo desembolso de U$S 2.000 millones. No hubo sorpresas. Tampoco hubo disimulo. Una vez más, el FMI actúa como lo que realmente es: un socio político de la aventura libertaria que lidera Javier Milei, más que un prestamista preocupado por la estabilidad macroeconómica del país.
El comunicado oficial está plagado de frases que harían sonrojar al más cínico. Habla de “avances fuertes” y “resultados mejores a los esperados”, al tiempo que pondera el “firme compromiso con el programa” por parte del Gobierno argentino. Una lectura atenta permite detectar con claridad los objetivos reales del Fondo: sostener a Milei a toda costa, incluso cuando los indicadores económicos gritan en dirección contraria. ¿Qué clase de progreso puede reivindicar una gestión que en apenas siete meses duplicó la pobreza, aniquiló el consumo interno, paralizó la obra pública y devastó los ingresos de trabajadores y jubilados?
Según el FMI, el gobierno libertario cumplió con creces las metas fiscales, monetarias y de acumulación de reservas del primer trimestre. Asegura que hubo “mejoras más amplias de lo previsto en el frente fiscal”, celebrando sin pudor el superávit conseguido a costa del hambre de los sectores populares y el vaciamiento del Estado. Porque detrás de cada “meta cumplida” hay salarios congelados, universidades al borde del cierre, parálisis en la ciencia, desfinanciamiento del sistema sanitario y jubilados condenados a la indigencia.
A esto le llaman “reformas”. Y las quieren profundizar. El FMI, con su tono habitual de tutelaje tecnocrático, exige ahora más. Aplauden el avance de Milei en su reforma laboral regresiva, en la desregulación de mercados, en la reducción del tamaño del Estado. Pero no les alcanza. Envalentonados, le piden al Gobierno que elimine subsidios “ineficientes”, que continúe con la liberalización de precios y que insista con la flexibilización de las relaciones laborales. ¿El objetivo? Convertir a la Argentina en un páramo neoliberal, una tierra arrasada donde la rentabilidad empresarial valga más que cualquier derecho social.
Pero lo más obsceno no está en el texto, sino en el contexto. Este espaldarazo llega justo cuando el plan económico de Milei muestra señales de agotamiento. La inflación empieza a desacelerar, sí, pero al costo de una recesión brutal y de una licuación salvaje del poder adquisitivo. El dólar oficial planchado no refleja otra cosa que un esquema cada vez más insostenible, dependiente de anabólicos como este nuevo desembolso. Y el equilibrio fiscal logrado no se explica por eficiencia ni por lucha contra la corrupción, sino por el ajuste despiadado que recaen sobre quienes menos tienen.
El FMI lo sabe. Lo supo siempre. Pero opta por mirar para otro lado. Y no solo eso: decide premiar la ortodoxia extrema del Gobierno, convirtiendo a Milei en su alumno ejemplar. Resulta inevitable pensar que no se trata de una simple evaluación técnica, sino de una decisión profundamente política. El Fondo no solo financia políticas, financia ideologías. Y la de Javier Milei —esa mezcla tóxica de anarcocapitalismo, represión y dogmatismo monetario— parece haber encontrado eco y aval en los pasillos de Washington.
Es que detrás del lenguaje técnico, hay una apuesta estratégica. El FMI busca consolidar en América Latina un modelo económico que garantice orden, previsibilidad para los mercados y destrucción de cualquier forma de intervención estatal. Milei, con su retórica incendiaria y su promesa de dinamitar el Estado, es funcional a ese objetivo. Por eso le perdonan las excentricidades, los exabruptos y hasta la evidente falta de un plan de desarrollo. Porque su plan real, el único que cumple religiosamente, es el de garantizar la ganancia de los acreedores, aún si eso implica dejar a millones en el camino.
El organismo repite como mantra que se deben proteger los programas sociales “focalizados y bien dirigidos”. Pero en la práctica, aplaude cada recorte y legitima cada ajuste. La contradicción es brutal. Se llenan la boca hablando de “protección de los más vulnerables” mientras avalan el desmantelamiento del Estado, la dolarización encubierta y el vaciamiento de las políticas públicas. La realidad es que los técnicos del Fondo no viven en la Argentina real. No caminan por barrios empobrecidos, no compran en supermercados vacíos, no conocen las consecuencias de gobernar con Excel y desprecio de clase.
En este nuevo acuerdo, como en los anteriores, se repite la historia de una dependencia maldita. El FMI no solo condiciona la economía, sino también la política. Marca el rumbo, fija prioridades, establece límites. Lo hace sin legitimidad democrática, sin haber ganado elecciones, sin rendir cuentas a nadie. Pero su peso específico es tal que termina torciendo la voluntad popular. ¿Quién gobierna realmente cuando los desembolsos dependen del visto bueno de un puñado de burócratas internacionales?
Es imposible no recordar cómo empezó este capítulo de endeudamiento feroz. Fue durante el gobierno de Mauricio Macri que se firmó el acuerdo más grande de la historia del FMI. Una operación irregular, hecha a medida de intereses electorales y geopolíticos. Hoy, con Milei, se cierra el círculo: se profundiza el endeudamiento y se agudiza el ajuste. Todo en nombre de la “libertad”, una palabra vaciada de sentido por quienes usan la motosierra como herramienta de gobierno.
El nuevo desembolso de U$S 2.000 millones no cambiará la suerte de la mayoría. No habrá reactivación, ni inversión productiva, ni mejoras en el nivel de vida. Servirá apenas para tapar agujeros, sostener el relato y ganar tiempo. Mientras tanto, los indicadores sociales siguen deteriorándose, el malestar crece y la distancia entre los números del FMI y la vida cotidiana se vuelve abismal.
Si alguna vez hubo dudas, hoy no quedan: el Fondo Monetario Internacional no está del lado del pueblo argentino. Está del lado de Javier Milei. Lo sostiene, lo financia, lo valida. Y lo hace sabiendo que cada dólar entregado es una hipoteca para el futuro. Otro favor de amigo. Uno que nos costará, una vez más, demasiado caro.























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