Vigilancia sin garantías: El proyecto de Bullrich para militarizar el ciberespacio y que la Policía Federal patrulle redes sociales sin orden judicial

La ministra de Seguridad impulsa una reforma para Una avanzada que amenaza la intimidad, la libertad de expresión y legaliza la vigilancia estatal sin control. El Gobierno de Javier Milei, a través de Patricia Bullrich, presentó un proyecto de ley que propone facultades inéditas para la Policía Federal, incluyendo la posibilidad de espiar redes sociales sin autorización judicial y detener ciudadanos por «presunciones». ¿Se avecina un Estado policial digital?

En un país donde la memoria pesa y la democracia aún carga con cicatrices recientes, Patricia Bullrich acaba de encender todas las alarmas. El nuevo proyecto de ley para reformar la Policía Federal Argentina, presentado bajo el pretexto de modernización institucional, no solo despierta polémicas: huele a vigilancia masiva, abuso institucional y retroceso autoritario.

El texto, filtrado por el medio Ámbito, plantea sin disimulo convertir a la PFA en una suerte de “FBI criollo”. No es un guiño, es una advertencia. El modelo al que aspira Bullrich implica una fuerza con poder extendido en la detección e investigación de delitos federales, pero también en la prevención —esa palabra ambigua que todo lo justifica— y, en particular, en el monitoreo del mundo digital. El corazón de la polémica late en el artículo 6, inciso 11, donde se autoriza expresamente a la PFA a realizar tareas de “prevención del delito” en “espacios públicos digitales”, como redes sociales y sitios web abiertos, sin necesidad de una orden judicial.

La gravedad de esta propuesta no radica solo en lo que dice, sino en lo que habilita por omisión. Que una fuerza policial pueda patrullar redes sociales sin control judicial es abrir la puerta al espionaje cotidiano. Es institucionalizar el monitoreo de opiniones, publicaciones, interacciones o incluso memes, bajo el pretexto de la seguridad. ¿Cuál es el límite entre prevenir un delito y vigilar al disidente?

El texto se cuida en las formas: aclara que se deben “respetar” la intimidad, la privacidad y la libertad de expresión. Pero esa salvedad es un papel mojado. La historia argentina ya conoce demasiados “deberá respetar” que terminaron en represión, persecución y censura. En este contexto, con un Gobierno obsesionado con la narrativa de la “guerra cultural” y con la estigmatización de sectores sociales, ¿quién puede creer que este patrullaje digital no derivará en una caza ideológica?

Pero esto no termina allí. Otro de los artículos contempla detenciones sin orden judicial cuando existan “circunstancias debidamente fundadas” que hagan presumir que una persona “hubiese cometido o pudiera cometer” un delito. A falta de identidad “fehacientemente acreditada”, se habilita su traslado a una comisaría por un “tiempo mínimo necesario”. El margen de arbitrariedad es brutal. Es la legalización de las detenciones por portación de cara, por perfil racial, por expresión incómoda. Es la reinstauración del viejo “por las dudas”, tan propio de los peores años del Estado policial.

La lógica del proyecto es clara: dar a la Policía Federal un poder discrecional, sin contrapesos judiciales, sin mecanismos de rendición de cuentas, sin límites claros. El inciso 12 lo confirma, al permitirle a la PFA realizar “acciones necesarias para la prevención del delito y el mantenimiento del orden público”. Un cheque en blanco.

Y como si fuera poco, la reforma también incluye la posibilidad de “registrar y calificar” personas que realicen actividades que “la policía deba reprimir”. ¿A quiénes? ¿Cómo se define esa categoría? ¿Cuáles son los criterios? El silencio del texto sobre estas preguntas clave es tan elocuente como preocupante. Estamos hablando, en términos concretos, de listas negras. De vigilancia preventiva sobre militantes, trabajadores, activistas o cualquiera que incomode al poder.

La propia fuerza policial, según trascendió, se mostró incómoda con el proyecto. Algunos sectores de la PFA advierten que estas atribuciones no solo los ponen en una situación de riesgo legal, sino que rompen con cualquier marco institucional saludable. No es para menos: la frontera entre la seguridad y el abuso se vuelve difusa cuando no hay supervisión judicial.

Desde las organizaciones de derechos humanos y sectores de la sociedad civil, la respuesta fue inmediata. Las alertas se encendieron ante el riesgo de erosión de derechos fundamentales como la privacidad, la libertad de expresión y la presunción de inocencia. No se trata de paranoia: se trata de sentido común. Una democracia no puede construir seguridad a costa de sus principios más básicos. Lo contrario es una invitación al autoritarismo.

El relato oficial, por supuesto, repite el mantra de “combatir la criminalidad compleja” y “adaptarse a los desafíos del mundo digital”. Pero lo cierto es que no se combate el delito con más discrecionalidad policial, sino con más inteligencia judicial, más inversión en políticas sociales, más justicia. Las reformas que atacan libertades para garantizar seguridad suelen terminar sin libertad… y sin seguridad.

Y aquí aparece la paradoja más inquietante del proyecto. Mientras el Gobierno recorta presupuestos para educación, salud y ciencia, destina esfuerzos a fortalecer un aparato policial que podrá vigilar a la ciudadanía en redes sociales. ¿No era que el Estado era “una organización criminal”? ¿No era que había que achicarlo? Parece que el “Estado mínimo” que propone Milei se vuelve Estado máximo cuando se trata de controlar a la población.

Este no es un detalle menor. El Gobierno que promete libertad, pero instala vigilancia digital sin control judicial, se convierte en su propia caricatura. La motosierra no apunta al gasto público inútil, sino a los derechos ciudadanos. Y el “orden” que proclaman no se construye con justicia, sino con miedo.

Lo que está en juego aquí no es un mero cambio en la Policía Federal. Es una redefinición de los límites entre el Estado y la ciudadanía. Una frontera que en democracia debe estar trazada por la ley, la justicia y el respeto a los derechos humanos. Lo contrario es autoritarismo, maquillado de eficiencia.

La experiencia nos obliga a la vigilancia crítica. No hay libertad posible con un patrullero en la puerta de tu cuenta de Twitter. No hay Estado de Derecho cuando la sospecha vale más que la evidencia. Y no hay república cuando el poder se concede sin control. Si la sociedad no frena esta avanzada, mañana puede ser tarde.

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