La histórica fábrica santafesina, símbolo de la industria nacional, enfrenta atrasos salariales, protestas gremiales y un presente que recuerda a los peores momentos del macrismo. La compra celebrada como “confianza en el rumbo económico” del gobierno de Javier Milei hoy muestra su costado más crudo: trabajadores desesperados y un futuro incierto.
La historia de Vassalli es la radiografía perfecta de la Argentina contemporánea: un país que alguna vez se enorgulleció de su capacidad industrial y que hoy, bajo las promesas de un gobierno que proclama el “fin de la casta” y la llegada de un “nuevo orden económico”, repite los mismos viejos fantasmas de la desindustrialización, la deuda y el abandono estatal. Lo que en enero de 2024 se presentaba como un renacer, con la compra de la compañía por parte del empresario entrerriano Eduardo Marsó, terminó apenas unos meses después en un escenario de salarios impagos, cheques rechazados y obreros que tienen que prender cubiertas en la puerta de la planta para que alguien los escuche.
La fábrica de cosechadoras Vassalli, ubicada en la ciudad santafesina de Firmat, debe parte de los haberes de junio, la totalidad de julio y el medio aguinaldo. A eso se suman sumas retroactivas y deudas arrastradas en cargas sociales. La situación es tan crítica que la empresa ofreció a los trabajadores apenas un adelanto de 300.000 pesos para la semana siguiente, condicionado a que “entre un cheque”. Es decir, la subsistencia diaria de cientos de familias puesta en manos de la buena suerte de una transacción bancaria. Como lo sintetizó Diego Romero, secretario general de la UOM Firmat: “La gente tiene hambre ya. Necesitamos que aparezca el titular de la empresa y explique qué plan tiene para la fábrica”.
El titular en cuestión es Eduardo Marsó, quien desembarcó en Vassalli tras adquirirla en enero por 8 millones de dólares, con un pago inicial inferior al 10% y el resto pactado en cinco años. Marsó, exdueño de la avícola Las Camelias y actual titular de la metalúrgica Albace, había prometido inversiones por 4 millones de dólares para reactivar la planta y devolverle protagonismo al mercado nacional de maquinaria agrícola. Hoy, a ocho meses de aquella foto celebratoria, ni siquiera se ha hecho presente en persona ante los trabajadores, que lo responsabilizan directamente por la crisis.
Los registros del Banco Central no dejan lugar a dudas: la empresa acumula tres cheques rechazados por falta de fondos por un total de 7,6 millones de pesos, además de otros ocho con defectos formales por 4,8 millones que tampoco fueron abonados. Es la fotografía financiera de una compañía que funciona al borde del colapso y que ya no puede sostener ni siquiera el pago en cuotas de los sueldos, una práctica que el gremio denuncia desde hace más de un año.
Lo más indignante es que esta situación no aparece de la nada. Durante el macrismo, Vassalli ya había atravesado un calvario de cierres, reaperturas y cambios de dueños que la llevaron al borde de la desaparición. Fundada en 1949 por Roque Vassalli, llegó a producir más de mil cosechadoras anuales y fue un emblema de la industria nacional con sus marcas Don Roque y Vassalli. Sin embargo, desde hace más de una década la empresa vive un proceso de reestructuración permanente que, en los hechos, se traduce en precarización laboral, endeudamiento y desinversión. El paso de Esteban Eskenazi y Matías Carballo, a través de un fideicomiso en 2020, logró apenas una recomposición parcial, pero la sequía de 2023 y la crisis macroeconómica terminaron por asfixiarla, dejándola nuevamente en venta.
El gobierno de Javier Milei utilizó la operación de compra por parte de Marsó como una prueba de confianza en el nuevo rumbo económico libertario. La narrativa oficial repetía que la “libertad de mercado” iba a motorizar inversiones, y que la industria nacional podía resucitar bajo la lógica del capital privado sin intervención estatal. La realidad se impuso demasiado rápido: el mercado de maquinaria agrícola se desplomó por la falta de financiamiento, la competencia con equipos importados y la caída de ventas. En ese escenario, el experimento libertario en Vassalli se convirtió en un nuevo fracaso que golpea de lleno a los trabajadores.
Las protestas en la planta de Firmat son el eco de esa desilusión. Desde el martes, un grupo de operarios realiza asambleas y permanencia en el acceso a la fábrica, con quema de cubiertas, aunque sin cortar el tránsito por la ruta nacional 33. Es la reacción desesperada de quienes no tienen certezas sobre si cobrarán, ni mucho menos sobre la continuidad de su fuente de empleo. Romero lo advirtió con crudeza: “Esperamos no llegar a lo de 2018, cuando la planta estuvo tomada, pero todo depende de la voluntad de pago”.
La metáfora es demasiado clara. Mientras Milei promete en sus discursos que el ajuste lo paga la “casta”, en la realidad concreta de Firmat son los trabajadores quienes soportan el ajuste. Son ellos los que no llegan a fin de mes, los que enfrentan desalojos por no poder pagar un alquiler, los que sostienen a sus familias en medio de la incertidumbre. Y son también ellos los que ven cómo un símbolo de la industria nacional se transforma en un reflejo de la Argentina que se achica, que se desarma y que entrega su producción al capital extranjero.
El caso Vassalli expone la fragilidad del modelo que Milei presenta como una panacea. No hay “magia libertaria” capaz de resolver los problemas estructurales de una empresa que necesita financiamiento, planificación y un mercado interno robusto. Lo único que hay es ajuste, precarización y discursos vacíos que se desmoronan frente a la realidad. El país no puede sostener su industria con promesas incumplidas ni con empresarios que compran compañías estratégicas con pagos simbólicos mientras dejan a los trabajadores en la ruina.
La situación actual de Vassalli no solo remite a los años del macrismo, cuando la planta estuvo al borde de la desaparición, sino que también desnuda el presente de un gobierno que, con su desregulación brutal y su desprecio por lo público, profundiza la desindustrialización. Vassalli debería ser un motor de desarrollo y soberanía, pero bajo el esquema de Milei se convierte en un nuevo eslabón de la cadena del desguace productivo. La historia se repite como tragedia para los trabajadores y como negocio fallido para quienes prometieron reactivación.
Hoy, la lucha de los obreros de Firmat trasciende lo salarial. Es la defensa de una fábrica que encarna la posibilidad de una Argentina industrial, soberana y con trabajo digno. Es el grito contra un modelo que vacía de contenido las promesas de inversión y deja a las familias a la intemperie. Y es también la advertencia de que la resistencia sindical y popular seguirá marcando el pulso de un país que no se resigna a ser una colonia de importaciones y ajustes.




















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