Jornada de 12 horas, salarios en tickets y despidos baratos: la nueva era laboral que impulsa Milei

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El proyecto de reforma laboral impulsado por Javier Milei bajo el discurso de la “modernización” plantea un cambio estructural que amenaza conquistas históricas del movimiento obrero argentino. Jornadas de 12 horas, indemnizaciones en cuotas y salarios fraccionados en tickets canasta conforman el nuevo paradigma de un gobierno que apuesta por la desprotección del trabajador como política económica.

Mientras el oficialismo sostiene que busca “flexibilizar” para generar empleo, la oposición sindical y política denuncia una ofensiva contra el sistema de derechos laborales más importante de América Latina. Los puntos revelados por Gabriel Solano y replicados por medios nacionales muestran una iniciativa que no moderniza: retrocede.

La llamada “reforma laboral” presentada por el gobierno de Javier Milei marca uno de los giros más drásticos en materia de derechos laborales desde la última dictadura militar. Bajo la retórica de la eficiencia, la competitividad y la “libertad de contratación”, el Ejecutivo pretende reemplazar el entramado de derechos colectivos y garantías conquistadas durante décadas por un modelo empresarial donde el trabajador se adapta al mercado y no al revés.

El texto del proyecto, difundido por portales como Infobae, La Nación y El Tucumano, introduce modificaciones profundas: la jornada laboral podría extenderse hasta 12 horas diarias, se habilitaría un “banco de horas” anual que elimina el pago de horas extras y se permitiría fraccionar las vacaciones a gusto de las empresas. En la práctica, esto supone dinamitar los pilares básicos del derecho laboral argentino: jornada limitada, descanso remunerado y compensación por trabajo extraordinario.

Pero la reforma no se detiene allí. También contempla la posibilidad de abonar una parte del salario mediante tickets canasta, una figura que reaparece desde los años ’90 y que permite a las empresas reducir el costo laboral al no pagar cargas sociales sobre esos montos. Es decir, lo que se presenta como un “beneficio” para el trabajador se traduce en menos aportes para el sistema previsional y para las obras sociales, golpeando directamente a la ANSES, al PAMI y al financiamiento de la salud pública.

A esto se suma la posibilidad de pagar indemnizaciones en cuotas, un mecanismo que abarata el despido y debilita la seguridad económica del asalariado. En nombre de la “previsibilidad empresarial”, el gobierno convierte el derecho a la estabilidad laboral en una variable contable. El mensaje es claro: el problema no son los despidos, sino el costo que implican.

Gabriel Solano, dirigente del Partido Obrero, sintetizó en un hilo viral la gravedad del proyecto: “La reforma laboral equivale a esclavitud laboral”. Su descripción no apela a la exageración sino a la literalidad: jornadas más largas, vacaciones recortadas, salarios fragmentados, convenios disueltos y paritarias atomizadas. Cada punto de la iniciativa implica un retroceso respecto de los estándares mínimos que definieron al trabajo digno en el siglo XX.

En la misma línea, el usuario Periodista de Perón ironizó en X: “Vótenlo una vez más así declara nula la Asamblea del Año XIII y vuelve la esclavitud full full”. El sarcasmo refleja la percepción extendida de que el discurso libertario de Milei encubre una agenda de restauración patronal, donde el “mercado libre” es en realidad la libertad del empleador para imponer condiciones sin restricciones ni contrapesos sindicales.

El Ejecutivo justifica la reforma bajo el argumento de la modernización y la creación de empleo formal. Asegura que el sistema actual “tiene más de 70 años” y que está diseñado para “un mundo que ya no existe”. Sin embargo, lo que el gobierno presenta como modernización es, en verdad, una liberalización total del trabajo: una política que reduce al trabajador a un costo, destruye el poder de negociación colectiva y reconfigura la relación laboral en términos de subordinación pura.

El supuesto beneficio de “incorporar trabajadores informales al sistema” carece de evidencia empírica. La experiencia argentina —desde las reformas de los ’90 hasta la crisis del 2001— muestra que flexibilizar no genera empleo de calidad, sino lo contrario: lo precariza, lo fragmenta y lo desprotege. Formalizar en estas condiciones no es integrar al trabajador, es legalizar la explotación.

En la práctica, el proyecto implica la eliminación del concepto mismo de paritaria. Las negociaciones se trasladarían al nivel empresarial, sustituyendo los convenios por actividad por acuerdos dentro de cada empresa. Este cambio pulveriza el poder sindical, fomenta la competencia entre trabajadores y rompe con la solidaridad de clase que históricamente dio fuerza al movimiento obrero argentino. Si el sindicalismo se organiza por empresa, el resultado es un mosaico de asalariados negociando individualmente frente a corporaciones cada vez más concentradas.

El impacto sobre la seguridad social sería devastador. Al reducir las cargas patronales, se desfinancian los fondos de jubilaciones y salud. Esto no sólo afecta a los trabajadores actuales, sino a generaciones futuras que verán debilitado el sistema previsional. El modelo propuesto se basa en la lógica del sálvese quien pueda: menos Estado, menos aportes, menos derechos.

Frente a este panorama, el movimiento obrero comienza a reaccionar. Solano convocó a mantener un estado de asamblea permanente para enfrentar la ofensiva. En distintas centrales sindicales crece la presión para unificar un plan de lucha que impida la aprobación legislativa de la reforma. Las comparaciones con los ’90 son inevitables: las mismas promesas de “flexibilidad” y “competitividad” que entonces destruyeron empleos industriales y expandieron la pobreza vuelven ahora bajo un ropaje libertario.

La narrativa gubernamental insiste en que la reforma busca “que todos ganen”. Pero en el reparto real de beneficios, quienes ganan son las corporaciones y los grandes empleadores, mientras los trabajadores pierden poder adquisitivo, estabilidad y derechos. La ampliación de la jornada a 12 horas revela la orientación ideológica de fondo: el gobierno concibe al trabajador como una variable de ajuste para la rentabilidad empresarial.

Lo que está en juego no es un cambio técnico, sino una disputa cultural. Detrás del discurso de la libertad, Milei intenta desmantelar la idea misma de que el trabajo debe ser un espacio de dignidad, de derechos y de reconocimiento social. Al reemplazar el concepto de “derecho laboral” por el de “contrato libre”, el Estado abdica de su función de proteger al más débil en la relación capital-trabajo. En la práctica, el trabajador deja de ser sujeto de derechos para transformarse en mercancía negociable.

Resulta paradójico que un gobierno que se presenta como enemigo del “Estado parasitario” impulse una norma que, en los hechos, refuerza la dependencia estructural de los trabajadores respecto del poder económico. La libertad de mercado sin límites se traduce en la libertad del poderoso, nunca del asalariado.

La pregunta que surge es si el Congreso acompañará esta ofensiva. La composición actual del Parlamento, con una mayoría fragmentada y alianzas oportunistas, anticipa una batalla legislativa intensa. Algunos gobernadores del norte ya han expresado su apoyo a “modernizar” el mercado laboral, mientras otros dirigentes peronistas y sindicales plantean que el proyecto viola convenios internacionales de la OIT.

Más allá de los discursos, el trasfondo es un conflicto de poder: el capital busca recuperar rentabilidad reduciendo costos laborales; el gobierno actúa como su brazo político; y el trabajador queda en el medio, convertido en variable de ajuste. Lo que se presenta como eficiencia es, en realidad, una redistribución regresiva de ingresos y poder.

El país que surja de esta reforma no será más moderno, sino más desigual. Un país donde se trabaje más horas por menos salario, donde los despidos sean más fáciles y donde los sindicatos se vean forzados a negociar en soledad. Ese es el horizonte de la “nueva Argentina” que Milei promete desde los atriles y que se consagra en los papeles de su reforma.

En definitiva, el proyecto de reforma laboral no es un camino hacia el futuro, sino un retorno al pasado. A un tiempo donde el trabajo era servidumbre, la negociación colectiva una amenaza y el Estado un simple notario del poder económico. En nombre de la libertad, Milei promueve una restauración oligárquica que recuerda que, en el capitalismo sin límites, la libertad del patrón siempre es la esclavitud del obrero.


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