¡Saluden a Iglesias y Milman que se van!

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El final de los mandatos de Gerardo Milman y Fernando Iglesias abre una grieta de alivio en la sociedad argentina, harta de personajes que encarnaron la frivolidad, el oportunismo y la degradación del debate público.

La política argentina, cada tanto, ofrece respiros que se sienten como pequeñas victorias ciudadanas, aunque no provengan de elecciones directas ni de grandes transformaciones. La noticia de que Gerardo Milman y Fernando Iglesias no renovarán sus bancas en el Congreso forma parte de esos momentos que generan un suspiro de alivio en buena parte de la sociedad. Ambos supieron convertirse, por derecho propio, en exponentes de lo que muchos argentinos consideran la cara más irritante de la política: la arrogancia disfrazada de discurso moral, el griterío sin argumentos y la utilización del espacio público como escenario de provocación permanente.

Milman e Iglesias, aunque diferentes en estilos, compartieron un patrón que ya cansaba. Iglesias, con su verborragia agresiva, construyó su lugar en la política no desde la propuesta, sino desde la pelea vacía, desde esa pose de francotirador que buscaba más el aplauso en las redes que la construcción de consensos. Su paso por el Congreso estuvo marcado por discusiones estériles, por intervenciones que parecían guionadas para el prime time televisivo más que para un recinto que debería debatir leyes. No es casual que se haya convertido en una figura odiada y, al mismo tiempo, funcional al show político que tanto desgasta a la democracia.

Milman, por su parte, representa un capítulo todavía más turbio. Ex mano derecha de Patricia Bullrich, su nombre quedó asociado a las peores miserias de la política conspirativa. Estuvo rodeado de sospechas, de maniobras oscuras y de vínculos que nunca terminaban de aclararse. Encarnó la política de la intriga, esa que se mueve en los pasillos y en las sombras, más preocupada por armar operaciones mediáticas que por legislar en beneficio de la gente. Su salida del Congreso no sólo es un alivio para quienes jamás vieron en él un referente serio, sino también una oportunidad para que se cierre una etapa marcada por la sospecha permanente.

La coincidencia de ambas salidas tiene un valor simbólico que no puede pasarse por alto. En un contexto político donde el gobierno de Javier Milei empuja a la sociedad hacia un abismo de ajuste brutal, con medidas que pulverizan derechos y degradan la vida cotidiana, la salida de figuras como Iglesias y Milman se lee como un contrapeso emocional. No es que el Congreso se purifique de un día para el otro, ni que los problemas estructurales de la representación se resuelvan mágicamente, pero al menos se abre un escenario donde dos de los mayores exponentes de la politiquería más corrosiva ya no estarán ocupando banca ni espacio institucional.

El desgaste que dejaron en la política es profundo. Iglesias, siempre dispuesto a insultar, a ridiculizar y a sembrar odio, contribuyó a corroer el debate público. Lo suyo nunca fue una postura ideológica firme, sino una práctica de demolición constante del adversario, un deporte que terminó vaciando de contenido las discusiones parlamentarias. Milman, en tanto, operó desde la trastienda, jugando al ajedrez de las sombras, mientras las denuncias y las sospechas crecían a su alrededor. Ambos, cada uno a su modo, funcionaron como engranajes de una maquinaria que desprestigió la política hasta límites peligrosos.

En ese sentido, la alegría que despierta su partida no es gratuita ni exagerada. La sociedad está agotada de ver cómo el Congreso, en lugar de ser un espacio de representación y debate serio, se convierte en un escenario de circo. La salida de Iglesias y Milman simboliza, para muchos, la posibilidad de que ese espectáculo grotesco empiece a perder fuerza. Y aunque es cierto que nuevos personajes pueden ocupar sus lugares y que el sistema político argentino suele reciclarse en la peor versión de sí mismo, también lo es que cada salida cuenta. Cada vez que se baja el telón para un actor del escándalo, se abre la oportunidad de que alguien distinto, con otra impronta, tenga espacio.

No se trata de idealizar el futuro ni de creer ingenuamente que sin Iglesias y Milman el Congreso se convertirá en un ámbito de debate elevado y respetuoso. El deterioro institucional tiene raíces más hondas y atraviesa a todo el arco político. Pero reconocer el valor simbólico de sus salidas es, al mismo tiempo, un ejercicio de memoria colectiva. Recordar quiénes fueron, qué hicieron y por qué resultaban tan nocivos es una forma de advertencia: no se trata sólo de nombres, sino de estilos, de prácticas y de formas de entender la política que no deberían repetirse.

Lo curioso es que sus trayectorias terminan dejando más preguntas que respuestas. ¿Cómo lograron mantenerse tanto tiempo en escena personajes que aportaron tan poco a la construcción democrática? ¿Qué responsabilidad tienen los partidos que los impulsaron y sostuvieron, pese al evidente rechazo social que generaban? ¿Qué mecanismos de selección interna permitieron que el Congreso terminara siendo refugio de estas figuras? Las preguntas quedan flotando, incómodas, pero necesarias para no naturalizar lo que tanto daño hizo.

Hoy, mientras Milei avanza con un modelo de ajuste que precariza, destruye la universidad pública y somete a los trabajadores, la salida de estos dos personajes podría parecer anecdótica. Sin embargo, en medio de tanto retroceso, cualquier señal que devuelva un mínimo de aire fresco es bienvenida. La política argentina necesita recuperar legitimidad, credibilidad y respeto, y eso no se logra únicamente con discursos, sino también con gestos concretos como este, donde dos exponentes de lo peor que ofreció la representación reciente finalmente quedan fuera.

Quizás dentro de unos años, cuando se repase este momento, se recuerde que en medio de una crisis profunda y bajo un gobierno que asfixiaba derechos, al menos se celebró la partida de dos hombres que jamás supieron estar a la altura de las responsabilidades que ocuparon. Tal vez sea un detalle menor en la historia grande, pero en el presente inmediato funciona como un recordatorio poderoso: la política no puede seguir tolerando personajes que hacen del insulto y la sospecha su principal herramienta.

La sociedad argentina, harta de los cirqueros, se permite festejar esta salida como un triunfo. Y aunque todavía quede mucho por discutir, resistir y transformar frente a un gobierno que gobierna con motosierra y desprecio, al menos hoy existe un motivo para sonreír: Milman e Iglesias ya no estarán en el Congreso. Y esa sola noticia alcanza para darle a muchos argentinos una pequeña pero valiosa dosis de justicia simbólica.

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