La fiscalía pide cinco años de cárcel para un ladrón de camionetas y lo presenta como amenaza institucional. Luciani enciende alarmas de complots mientras la Argentina real se hunde. ¿Qué hay detrás de este grotesco show judicial que parece escrito para la platea política del gobierno de Javier Milei?
La escena parece sacada de un sketch de Capusotto, pero lamentablemente es real y la está protagonizando uno de los fiscales más célebres del país, Diego Luciani, el mismo que saltó a la fama por su alegato contra Cristina Fernández de Kirchner en la causa Vialidad. Ahora, en pleno 2025 y con la Argentina sumida en una crisis institucional, social y económica brutal bajo el gobierno de Javier Milei, el fiscal Luciani pretende que nos traguemos un sapo tamaño Jurassic Park: que un ladrón de camionetas, armado con un destornillador y un handy trucho, es la punta de lanza de una conspiración para amedrentar al presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
No hace falta ser un genio del Derecho ni un Sherlock Holmes para advertir el tufillo a sobreactuación épica que emana de esta causa. Estamos hablando de Damián Berruet, un hombre de 46 años, con prontuario por delitos contra la propiedad, que salió de un hotel de mala muerte en Congreso, caminó unas cuadras y se puso a forcejear la puerta de una Toyota SW4 blanca estacionada frente al Palacio de Tribunales. Lo agarraron in fraganti con un destornillador de treinta centímetros, una llave Allen limada y un handy modificado que funcionaba como inhibidor de señal. Es decir, lo que cualquier policía diría: un caco con herramientas de laburo. Punto.
Pero no, para Luciani, esto no es un simple chorro de autos. Para Luciani, Berruet es prácticamente un sicario de las tinieblas enviado a intimidar a Horacio Rosatti, el hombre que preside la Corte Suprema. El fiscal suelta frases grandilocuentes: “Este acto es uno más de los tantos hostigamientos y presiones que tuvo que tolerar el presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.” Y ahí nomás empieza a enumerar una seguidilla de incidentes: el robo en la casa de Rosatti en Santa Fe, pintadas intimidatorias, hackeos de teléfonos, robo de declaraciones juradas, panfletos amenazantes. Una especie de Netflix del terror judicial. Todo en el marco, dice Luciani, de un “escenario político particularmente convulsionado”.
Mirá vos. O sea, mientras el Gobierno de Milei está recortando presupuestos a universidades, pulverizando salarios, destruyendo el sistema científico y negociando con fondos buitres a espaldas de todo el país, el gran drama institucional es que un tipo quiso abrir una camioneta. Con un destornillador. Esto es lo que se llama perder perspectiva. O peor aún: construir relatos de épica institucional para consumo político. Y ahí es donde la cosa se vuelve no solo ridícula sino profundamente funcional a los intereses del oficialismo.
Porque Luciani no actúa en el vacío. Su alegato cae como anillo al dedo al discurso paranoico del mileísmo, siempre necesitado de un enemigo, de una conspiración, de un “ellos” siniestro que quiera voltear la República. Javier Milei se la pasa despotricando contra la “casta judicial”, pero a la vez su gobierno explota políticamente estos episodios para reforzar la idea de que la Corte Suprema está sitiada por mafias que buscan condicionarla. Es el eterno juego del fuego cruzado. Milei se pelea con la Justicia cuando le conviene, y se abraza a ella como garante del orden institucional cuando la narrativa lo necesita. Y fiscales como Luciani se convierten en piezas clave de ese show.
¿De verdad alguien puede creerse que Berruet estaba cumpliendo una misión de inteligencia? El tipo no llevaba ni un mísero celular encima, dio un nombre falso que correspondía al dueño de un comercio vecino de la casa de su madre en Córdoba, y se hospedaba en un hotel barato junto a otros diez tipos supuestamente dedicados a robar cosas sin mucha ciencia. ¿Ese es el comando de elite que va a tumbar a la Corte Suprema de Justicia? Vamos, Luciani. Ni en la saga de “Misión Imposible” se animaron a tanto disparate.
Pero claro, el fiscal insiste. Dice que no se puede analizar el episodio “como un suceso aislado y circunstancial”, sino como parte de “actos detestables que atentan contra la democracia y la división de poderes”. Y ahí es donde la causa deja de ser un expediente penal y se convierte en teatro político. Porque la dimensión institucional que Luciani pretende darle no está basada en ninguna prueba concreta de conspiración, sino en una interpretación inflada del contexto político. Es el recurso clásico: usar el miedo como instrumento disciplinador. Es la lógica del “enemigo interno” que tanto le gusta a Milei.
Mientras tanto, la vida real sigue. La Argentina está hecha pedazos, con una economía que cruje y una sociedad que ya no aguanta más ajustes. En ese país, un robo de auto frustrado debería ocupar un par de líneas en la sección policiales. Pero no. Acá se convierte en alegato judicial de proporciones bíblicas. Porque la Justicia argentina —y sobre todo ciertos fiscales— parece no poder resistirse a la tentación del show. Y más aún cuando Milei necesita distraer la atención de su propia crisis política y económica.
No hay dudas de que Berruet es un delincuente reincidente. Tiene cinco condenas previas. Que pague por sus delitos, claro que sí. Pero lo que resulta obsceno es que se pretenda transformarlo en una suerte de símbolo del “hostigamiento político” al máximo tribunal. Luciani se planta en el estrado con su tono grave y dice que la pena de cinco años es necesaria para enviar un mensaje a la sociedad. ¿Mensaje de qué, exactamente? ¿De que robar una camioneta ahora equivale a un atentado contra la democracia? Es un disparate que roza lo cómico.
Lo más preocupante es que, mientras se arma este circo, se va naturalizando la idea de que cualquier incidente, por mínimo que sea, puede ser usado como argumento para reforzar la narrativa oficialista. Milei necesita mantener vivo el relato de que todo está plagado de conspiraciones. Y Luciani, quizás sin proponérselo, le está sirviendo en bandeja el libreto perfecto. En lugar de poner la lupa en los verdaderos problemas institucionales —la erosión de la independencia judicial por la presión del Poder Ejecutivo, la falta de recursos, las causas congeladas por razones políticas—, el foco se pone en un chorro de autos que apenas tuvo tiempo de meterle la ganzúa a una cerradura.
No se trata de minimizar los episodios de inseguridad. Ni de negar que hubo incidentes serios contra Rosatti. Pero el intento de robo de una camioneta con un destornillador no alcanza, ni remotamente, para justificar la construcción de una narrativa épica de “ataque al orden constitucional”. Y menos en un país que se está incendiando en cada rincón.
La pregunta es si Luciani realmente cree en su propio cuento o si simplemente está jugando su rol en la puesta en escena que Milei tanto disfruta. Sea como sea, el resultado es el mismo: se fabrica miedo, se alimenta la polarización y se desvíe la atención de los problemas reales. Porque mientras hablamos del “hostigamiento institucional” vía ganzúa, nadie discute los despidos masivos, los salarios pulverizados, ni el desguace de políticas públicas que está ejecutando el gobierno libertario.
En definitiva, la historia de Berruet y su destornillador quedará como una de las perlas más absurdas del teatro judicial argentino. Luciani, convertido en dramaturgo involuntario, nos ofrece un relato que roza el delirio, mientras Milei sonríe y suma otro capítulo a su narrativa paranoica. Y la democracia, una vez más, queda atrapada entre el show y la mentira.
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