El diputado Rodolfo Tailhade denunció en el Consejo de la Magistratura el escandaloso reparto de 338 autos de alta gama entre magistrados, la mayoría sin justificación funcional ni transparencia. La nota revela cómo se sostienen estos privilegios en un país quebrado, con una sociedad empobrecida y un gobierno que ajusta sin tocar a los verdaderos beneficiarios del sistema.
Argentina atraviesa una crisis que golpea todos los días en la mesa de los hogares, en el salario que no alcanza y en el desempleo que avanza. El gobierno de Javier Milei ha instaurado un régimen de emergencia económica que exige sacrificios al límite de lo soportable para millones de personas. Sin embargo, hay un sector que, como en cada ciclo de ajuste brutal, permanece impune, intacto y privilegiado: el Poder Judicial.
El diputado nacional Rodolfo Tailhade, en su intervención ante el Consejo de la Magistratura, expuso con crudeza y precisión una trama de privilegios indecentes que ofenden a cualquier ciudadano común. Con datos y ejemplos concretos, Tailhade denunció que el Estado argentino sostiene, con fondos públicos, una flota de 338 autos de alta gama que están a disposición de jueces federales. No se trata de vehículos funcionales para tareas imprescindibles del servicio de justicia, sino de auténticos lujos sobre ruedas: sedanes importados, camionetas 4×4, blindados y hasta vehículos secuestrados a narcotraficantes, puestos al servicio de los mismos magistrados que deberían impartir justicia con decoro y austeridad.
Estos autos, lejos de ser utilizados exclusivamente para funciones específicas, son manejados como propios. El relevamiento realizado por el bloque de consejeros que integran Tailhade, Mariano Recalde y Graciela Pilatti revela que las infracciones cometidas con estos vehículos son frecuentes y escandalosas: exceso de velocidad, uso en días feriados, fines de semana e incluso fuera de la jurisdicción judicial correspondiente. En muchos casos, las multas ni siquiera son pagadas por los responsables: el erario público termina absorbiendo también esas deudas. Todo bajo una lógica de opacidad institucional que ya ni siquiera se molesta en disimular.
La situación es aún más grave cuando se observa que muchos de estos vehículos figuran registralmente a nombre de sus antiguos propietarios: narcos o criminales a los que se les secuestraron los bienes, pero que legalmente siguen siendo los titulares de los autos que ahora usan los jueces. ¿Qué imagen da una Justicia que se traslada en coches que aún pertenecen —al menos en los papeles— al crimen organizado? ¿Qué mensaje se le envía a la sociedad cuando quienes deben juzgar a los corruptos se benefician de un sistema viciado, opaco y descontrolado?
Tailhade, con tono indignado pero firme, dejó claro que este sistema tiene que terminar. Pero no solo apuntó contra los autos. Denunció también el insólito esquema de custodia personal que ampara a varios jueces federales como si fueran funcionarios de alto riesgo en una zona de guerra. El caso más paradigmático es el del juez Carlos Mahiques, integrante de la Cámara de Casación, conocido por haber viajado a Lago Escondido junto a otros magistrados, empresarios mediáticos y funcionarios del PRO. Mahiques cuenta con nueve custodios, dos vehículos de apoyo, y gasta millones en recursos del Estado mientras pasea por Nueva York, donde incluso fue premiado por su polémico fallo sobre el memorándum con Irán.
Pero Mahiques no está solo. Otros jueces como Andrés Basso también solicitaron aumentos en la cantidad de custodios y vehículos, sin justificar ningún riesgo específico. La escena raya en el grotesco. En un país donde millones de argentinos no pueden pagar el boleto de colectivo, los jueces circulan con autos de lujo, escoltas personales y beneficios impensables para cualquier trabajador.
Lo que Tailhade revela no es simplemente un exceso, sino un modo de vivir del Estado. Una cultura de privilegio judicial que atraviesa gobiernos y se perpetúa gracias al pacto de silencio y complicidad que une a buena parte del sistema de poder. A diferencia de otros poderes del Estado, el Judicial no rinde cuentas, no paga impuestos a las Ganancias y no se ajusta a los mismos criterios de eficiencia y transparencia que se les exigen a todos los demás. Ni siquiera a los sectores más empobrecidos se les permite semejante laxitud.
El contraste no puede ser más ofensivo. Mientras Milei clausura ministerios, recorta jubilaciones, paraliza la obra pública y ajusta brutalmente sobre las universidades, los jueces reciben autos de alta gama como si fueran parte de una flota diplomática. ¿Con qué argumento se sostiene este disparate? ¿Qué función cumple un sedán importado en la tarea de impartir justicia en una oficina del Poder Judicial? La mayoría de los casos no tiene ninguna justificación técnica ni operativa. Se trata, simple y llanamente, de privilegios injustificables.
Y mientras tanto, la sociedad mira con resignación y rabia. Los medios hegemónicos —esos mismos que se benefician con el blindaje judicial cuando se trata de sus propios intereses— eligen silenciar este tema. No hay tapas ni escándalos mediáticos por esta obscenidad. Como en cada desigualdad estructural, el silencio es parte del engranaje que la sostiene.
Tailhade no solo exige explicaciones. Reclama, con razón, que se suspendan estas entregas de vehículos hasta tanto no se rinda cuenta del destino y la necesidad de cada uno. Es un mínimo gesto de racionalidad en un país donde lo irracional se ha vuelto política de Estado.
En un momento en que el presidente Javier Milei clama por recortes, achique, ajuste y “dinamitar el Estado”, resulta inadmisible que los únicos que no son tocados por la motosierra sean los jueces. Más aún, parece que se los premia. Lejos de perder privilegios, los amplían. Lejos de responder por sus actos, los blindan. Lejos de dar explicaciones, viajan por el mundo, conducen autos de lujo y exigen escoltas como si fueran celebridades en peligro.
El “costo argentino” que tanto repiten desde el oficialismo no son los jubilados ni los estudiantes ni los empleados públicos. Es este sistema judicial parasitario, al servicio de sus propios intereses, amparado por una elite política, económica y mediática que lo necesita dócil y leal. Hasta que esa matriz no se rompa, cualquier discurso sobre la justicia, la austeridad o el orden será apenas eso: discurso.





















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