Naciones Unidas denuncia represión y persecución judicial en Argentina: Milei y Bullrich en la mira internacional

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Naciones Unidas encendió todas las alarmas internacionales al advertir sobre violaciones sistemáticas a derechos humanos, represión feroz de la protesta social y ataques al Poder Judicial bajo el gobierno de Javier Milei. El silencio oficial y la prórroga solicitada agravan un cuadro que huele a retroceso autoritario.

Mientras el gobierno de Javier Milei insiste en blindar su relato de orden y disciplina, Naciones Unidas denunció un “deterioro grave” de las libertades fundamentales en Argentina desde diciembre de 2023. Una carta demoledora señala represión violenta, ataques a jueces independientes y medidas que asfixian el espacio cívico. La comunidad internacional observa con creciente estupor el viraje autoritario de la administración libertaria.

Hay cartas que duelen, y hay otras que exponen hasta los huesos la verdad incómoda que un gobierno busca esconder. La misiva que un grupo de relatores de Naciones Unidas remitió el pasado 12 de mayo al gobierno de Javier Milei pertenece, sin dudas, a esta segunda categoría. Con una prosa diplomática pero cargada de pólvora, el documento retrata sin anestesia el rostro más brutal del actual gobierno argentino: represión violenta, persecución judicial y un desprecio alarmante por las libertades fundamentales que cimientan cualquier democracia que se precie de tal.

No estamos hablando de interpretaciones caprichosas ni de relatos partidarios. Hablamos de la ONU, ese organismo que, guste o no, constituye la máxima autoridad mundial en la defensa de los derechos humanos. Sus relatores especiales pusieron negro sobre blanco lo que cualquier ojo medianamente atento ya podía intuir: desde diciembre de 2023, la Argentina de Javier Milei se transformó en un terreno fértil para el ejercicio de la represión estatal, el silenciamiento de la protesta social y el disciplinamiento de jueces y fiscales que osan investigar al poder político. Un cóctel tóxico que recuerda épocas que la sociedad argentina juró no repetir jamás.

Los relatores —nueve, para ser exactos— no se limitaron a vaguedades. Describieron, con precisión quirúrgica, cómo el protocolo antipiquetes impulsado por la ministra Patricia Bullrich habilitó un repertorio represivo que va mucho más allá de simples operativos de orden público. Según denuncian, se bloquearon accesos a la Ciudad de Buenos Aires, se encerró a manifestantes, se desplegaron fuerzas de seguridad en proporciones absolutamente desmedidas, se utilizaron gases y armas menos letales de manera indiscriminada y se produjeron detenciones arbitrarias. Periodistas, camarógrafos, reporteros gráficos: nadie escapó de la cacería.

Y ahí está el caso paradigmático que atraviesa la carta como un cuchillo. El 12 de marzo pasado, en el marco de una manifestación de jubilados frente al Congreso, el fotoreportero Pablo Grillo recibió un impacto de granada de gas lacrimógeno en la cabeza disparado por un gendarme. Hospitalizado en estado grave, Grillo recién pudo regresar a su hogar semanas atrás. Una escena que, más allá de los nombres propios, refleja un patrón escalofriante: quien documenta la represión se convierte, él mismo, en objetivo del Estado. Los relatores lo dijeron sin rodeos: los Estados tienen la obligación de proteger a quienes ejercen su derecho a la libertad de expresión, especialmente periodistas. Pero en la Argentina libertaria, la prensa que incomoda paga con golpes y gases.

Claro que lo más perturbador del informe es que no se agota en la violencia física sobre manifestantes. También denuncia lo que podría llamarse el otro rostro de la represión: la persecución judicial. Porque no es solo en la calle donde se juegan los límites de la democracia. El poder, cuando se siente incómodo, busca disciplinar también a la Justicia. Y ahí es donde aparece el nombre de la jueza Karina Andrade, cuyo calvario revela hasta qué punto el gobierno de Milei está dispuesto a triturar cualquier contrapeso institucional.

Andrade investigaba las más de cien detenciones que se produjeron en esa misma jornada del 12 de marzo, durante una cacería despiadada de manifestantes. Su decisión de liberar a los detenidos la convirtió en blanco de una feroz ofensiva política. Fue hostigada públicamente, señalada en redes, perseguida incluso con amenazas ligadas a su género. Hasta el mismísimo Presidente descargó sobre ella su artillería verbal. Ante semejante presión, Andrade llevó su denuncia a instancias internacionales, invocando un patrón de hostigamiento estructural contra el Poder Judicial ejercido por Milei, su gabinete y lo que la relatoría definió como su “fuerza de choque virtual”.

Los relatores de Naciones Unidas no se anduvieron con medias tintas: describieron el hostigamiento contra jueces y fiscales como un “esfuerzo organizado y deliberado para hostigar y castigar a jueces en represalia por su labor judicial”. No es poca cosa. Significa que, para la ONU, en Argentina se estaría utilizando el poder del Estado para disciplinar a jueces que se atreven a investigar la represión. Es un síntoma de regresión democrática tan elocuente como escalofriante.

Por supuesto, nada de esto ocurre en el vacío. La carta sitúa la deriva autoritaria en un contexto político y normativo que ha ido erosionando las bases mismas de la república. Desde la llegada de Milei a la Casa Rosada, el país se ha visto sacudido por una avalancha de normas: el protocolo antipiquetes, el mega DNU que derogó decenas de leyes, la Ley Bases que habilitó reformas profundas en derechos laborales, económicos y sociales, y la llamada ley anti mafias, que permite detener personas sin orden judicial. Todo condimentado por discursos furibundos de funcionarios nacionales y provinciales contra organizaciones sociales, movimientos civiles y cualquier voz disidente.

La ONU advirtió con preocupación el uso de la etiqueta “terrorismo” o “delito contra la seguridad nacional” para describir protestas sociales. Y acá se revela la maniobra más siniestra: transformar la protesta en delito, convertir a quienes reclaman en enemigos internos, legitimar la represión como respuesta necesaria para defender la patria. Es el mismo discurso que en otros tiempos sirvió para justificar desaparecidos, tortura y censura. Pensar que esto sucede en democracia y en pleno siglo XXI hiela la sangre.

Por más que el gobierno de Milei pretenda disimularlo, el hecho de haber solicitado una prórroga para responder a la ONU es, en sí mismo, un acto de reconocimiento de que hay explicaciones que dar. Porque cuando no se tiene nada que ocultar, las respuestas llegan rápido. La dilación es siempre sospechosa.

En definitiva, lo que la carta de Naciones Unidas dejó expuesto es el progresivo vaciamiento democrático que está consumiendo a la Argentina. No se trata solamente de represión en las calles ni de jueces amenazados. Es una visión del Estado como maquinaria para sofocar la disidencia, para callar voces, para gobernar sin contrapesos. Un proyecto de poder que, de profundizarse, podría dejar a la sociedad argentina peligrosamente cerca de la cornisa autoritaria.

Mientras Milei y Bullrich venden en redes sociales la fantasía de un orden necesario para combatir supuestas mafias, lo cierto es que el costo de ese “orden” se mide en derechos pisoteados, libertades cercenadas y miedo extendiéndose por el tejido social. El país entero —y ahora también el mundo— está mirando. La pregunta es si alcanzará con mirar o si habrá que pasar, una vez más, a la dolorosa tarea de resistir para que no se nos escape de entre las manos la democracia que tanto costó reconstruir.

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