Fraude millonario en Entre Ríos: dos funcionarios de Rogelio Frigerio admitieron estafar al Estado con viáticos falsos

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Dos trabajadores del Ministerio de Salud admitieron haber estafado al Estado por más de $2,5 millones en un esquema sistemático de falsificación. El caso revela no sólo la responsabilidad individual, sino también la vulnerabilidad de la administración pública bajo un contexto de ajuste y desmantelamiento estatal.

La sentencia contra dos empleados del Ministerio de Salud de Entre Ríos por un fraude millonario en viáticos expone las fallas de control en la administración pública y desnuda la precariedad de un Estado debilitado. En tiempos de ajuste feroz, donde el gobierno de Javier Milei repite el mantra de la eficiencia y la austeridad, lo ocurrido en Paraná demuestra lo contrario: la corrupción no desaparece con discursos incendiarios, sino que se enquista aún más cuando se recorta personal, se desfinancian estructuras y se desarma la capacidad de control interno.

El juez Rafael Cotorruelo condenó a Julio Luciano Cerbin, de 38 años, y a Matías Fabián Miranda, de 40, como responsables de un fraude que le costó al erario público $2.535.841,03. Ambos empleados del Ministerio de Salud reconocieron haber manipulado de manera fraudulenta el circuito de viáticos durante nueve meses de 2023. El mecanismo era tan rudimentario como perverso: tickets de combustibles que superaban la capacidad real de los vehículos, firmas falsas en documentos oficiales, rendiciones adulteradas y datos falsos cargados en el Sistema Integrado de Administración Financiera. Nada sofisticado, pero sí sistemático. Y lo más alarmante es que se realizó a plena luz del día dentro de una dependencia estatal que, en teoría, debería tener controles aceitados para evitar semejante saqueo.

El fraude salió a la luz recién en octubre de 2023, cuando la entonces ministra de Salud Sonia Velázquez presentó una denuncia formal. No fue un hallazgo producto de auditorías proactivas ni de un sistema de control robusto, sino de una gestión que debió reaccionar ante irregularidades tan grotescas que ya no podían ocultarse. Una vez más, quedó claro que el Estado reacciona tarde y mal, y que muchas veces depende de la voluntad política de un funcionario para destapar lo que debería detectarse automáticamente. Las pericias caligráficas fueron lapidarias: confirmaron que las firmas falsas pertenecían a Cerbin y Miranda. Los testimonios de funcionarios claves, como el Director de Administración Exequiel Simiand y la coordinadora de relaciones institucionales Miriam Montero, completaron el cuadro al desconocer sellos y rúbricas que aparecían en los trámites apócrifos.

Lo inquietante es cómo un mecanismo tan burdo pudo pasar desapercibido durante tanto tiempo. ¿Cómo es posible que nadie advirtiera que un Renault Fluence, con capacidad para 60 litros, aparecía cargando 75 u 80? ¿Cómo no saltó ninguna alarma cuando se repetían sellos y firmas en documentos distintos? Estas preguntas incomodan porque dejan al descubierto la debilidad de los sistemas de control. Y esa fragilidad no es casual: es el resultado de años de vaciamiento, precarización laboral y recortes presupuestarios. En el marco del actual gobierno de Javier Milei, que insiste en reducir al mínimo la estructura estatal, estos hechos son una advertencia: menos Estado no significa más eficiencia, significa más espacio para la corrupción.

La condena a Cerbin y Miranda fue de dos años de prisión condicional e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos. En los papeles, quedaron fuera del Estado. En la práctica, no pasarán un solo día tras las rejas. La pena, lejos de dar un ejemplo contundente, refuerza la sensación de impunidad. El mensaje es ambiguo: se reconoce el daño, pero no hay castigo real. Una estafa de más de dos millones y medio de pesos se salda con tareas comunitarias y restricciones de conducta. El costo para los contribuyentes fue altísimo; la consecuencia para los culpables, casi simbólica. La balanza de la justicia vuelve a inclinarse hacia la clemencia con los responsables de delitos de guante blanco, mientras se despliega todo el peso represivo del Estado sobre los sectores más vulnerables.

La investigación reveló la trama con detalle quirúrgico. Tickets falsificados, horarios incompatibles con comisiones de servicios, tarjetas adulteradas con nombres de funcionarios policiales, cargadas de fechas y firmas apócrifas, y hasta omisiones de rendición de viáticos. El perito calígrafo Héctor Peralta no dejó lugar a dudas: los trazos coincidían con los acusados. La evidencia fue tan contundente que no hubo margen para el debate: los acusados terminaron admitiendo su responsabilidad y acordando un juicio abreviado. Lo hicieron, claro, porque sabían que el precio de la confesión sería una condena liviana.

Este caso también destapa la cultura del «arreglátelas como puedas» que se enquista en muchos organismos públicos, donde se naturaliza la manipulación de papeles como una especie de atajo administrativo. No es casual que en la reunión con autoridades, Miranda pidiera perdón y Cerbin admitiera sin rodeos que falsificaba firmas y usaba sellos sin autorización. Esa franqueza casi descarada muestra que, para ellos, lo que hacían no era un delito grave sino una práctica más dentro de un sistema permisivo. La corrupción, cuando se vuelve costumbre, ya no genera vergüenza ni temor, solo la expectativa de no ser descubierto.

Y aquí es donde la gestión nacional entra en escena, aunque no figure directamente en el expediente. El discurso de Javier Milei, obsesionado con achicar el Estado y demonizar al empleado público, convive con realidades como esta. Porque el vaciamiento no erradica la corrupción: la multiplica. Cuando se cierran áreas de control, cuando se precariza al personal, cuando se prioriza la motosierra sobre la construcción de un sistema administrativo sólido, lo que queda es un Estado agujereado, incapaz de detectar y prevenir fraudes. Milei dice combatir a «la casta», pero el resultado es un Estado cada vez más débil, incapaz de controlar a sus propios trabajadores. Paradójicamente, mientras el gobierno nacional ataca con furia la universidad pública y el sistema científico, en nombre de la eficiencia fiscal, nadie parece garantizar que en las oficinas estatales no se sigan fabricando fraudes con viáticos falsos.

El caso Entre Ríos es un espejo incómodo. Muestra que la corrupción no es patrimonio exclusivo de la política de alto rango ni de grandes negociados empresariales, sino que también se cocina en las oficinas más pequeñas, en los escritorios de empleados administrativos. Y que para combatirla no alcanza con discursos grandilocuentes ni con recortes indiscriminados. Se necesita un Estado presente, con sistemas modernos, con personal capacitado, con auditorías serias y con sanciones que realmente duelan. Lo contrario es esto: un fraude millonario que apenas deja a dos empleados fuera del sistema y al resto de la ciudadanía con la amarga certeza de que el Estado está siendo desmantelado desde adentro y desde arriba.

El juicio abreviado cerró el capítulo judicial, pero no el político ni el social. La pregunta que queda flotando es simple y brutal: ¿quién cuida al Estado cuando el propio Estado no se cuida? Lo ocurrido en Paraná no es un hecho aislado, es un síntoma de un sistema corroído. Y en un país gobernado por quienes hacen del ajuste su bandera, la corrupción encuentra tierra fértil para seguir creciendo.

Fuente:

https://www.unoentrerios.com.ar/policiales/dos-trabajadores-admitieron-fraude-al-estado-mas-25-millones-n10213014.html/amp

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