El salario mínimo no alcanza ni para criar a un hijo: Las cifras alarmantes del INDEC

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Los números no mienten. Mientras el gobierno celebra equilibrios fiscales y festeja en foros internacionales, la realidad local se hunde: un salario mínimo no cubre ni la mitad de lo que se necesita para criar a un hijo en el país. La infancia se empobrece, la dignidad se erosiona y la política del látigo ajustador muestra sus efectos más brutales.

En un país donde el discurso oficial repite con obsesiva insistencia que “no hay plata”, las estadísticas muestran algo aún más estremecedor: tampoco hay futuro. El Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) publicó este 17 de julio los datos correspondientes a la canasta de crianza para el mes de junio, y la conclusión es lapidaria: criar a un hijo en la Argentina de Javier Milei es económicamente inviable para cualquier trabajador que perciba el Salario Mínimo, Vital y Móvil.

La comparación es demoledora. Mientras el salario mínimo se ubica en $317.800, la canasta de crianza más baja —la de un bebé de hasta un año— ya asciende a $411.201. Es decir, ni siquiera alcanza para cubrir las necesidades más básicas de un recién nacido. Para un niño de entre 6 y 12 años, el monto trepa a los $517.364. La brecha entre el salario real y el costo de criar un hijo es un abismo que amenaza con devorarlo todo: derechos, bienestar y hasta la esperanza.

El gobierno podrá manipular discursos, apelar a eufemismos como “shock liberalizador” o “plan motosierra”, pero los números del INDEC no entienden de ideología ni marketing político. Se trata de cálculos fríos, técnicos, que dejan al descubierto la crudeza del ajuste: el ingreso de los argentinos se ha convertido en papel mojado.

La canasta de crianza incluye no solo los gastos en bienes y servicios esenciales —ropa, alimentos, higiene, salud, educación— sino también el valor económico del tiempo destinado al cuidado infantil. Es un enfoque integral que pone en evidencia algo que el modelo económico de La Libertad Avanza prefiere ignorar: la crianza no es solo una cuestión privada, sino un asunto profundamente político, estructural y social.

Detrás de cada cifra hay un drama cotidiano. Padres que deben elegir entre alimentar a sus hijos o pagar el alquiler. Madres que abandonan empleos precarios porque no pueden costear el cuidado infantil. Niños que se crían en la austeridad forzada, recortando actividades recreativas, reduciendo porciones de comida, postergando controles médicos.

Según el detalle del INDEC, para un niño de 1 a 3 años el costo total asciende a $488.700, compuesto por $163.228 en bienes y servicios y $325.473 en cuidado. En el caso de los niños de 4 a 5 años, la cifra totaliza $411.310 —con una sorprendente paridad entre el costo material y el del tiempo de cuidado—. Y para un niño de 6 a 12 años, el monto mensual supera incluso el medio millón de pesos, con $257.888 destinados a bienes y servicios y $259.476 al cuidado.

Más allá del análisis técnico, el informe del INDEC se convierte en un documento de denuncia. Expone sin adornos ni vueltas retóricas que en la Argentina actual el salario no garantiza ni la subsistencia mínima. Y eso en un país que alguna vez se enorgulleció de su clase media, de su sistema educativo, de su red de protección social. Todo eso parece estar siendo desmantelado con una ferocidad que solo encuentra comparación en las políticas neoliberales de los años 90.

Lo que hay detrás de esta tragedia económica es una decisión política. El gobierno de Milei ha optado por aplastar el consumo, licuar los salarios, paralizar la inversión pública y desfinanciar las políticas sociales. En nombre de la eficiencia, se está ejecutando una crueldad programada. Las familias argentinas están pagando el costo de una ideología que desprecia la noción misma de lo público, que concibe a la infancia como una externalidad sin importancia, y que ve en el gasto social una molestia a erradicar.

Las cifras son aún más alarmantes si se considera que la inflación ha comenzado a desacelerar no por un mérito del plan económico, sino porque la población directamente dejó de consumir. La baja en los precios convive con una caída estrepitosa en el poder adquisitivo. Es la paz de los cementerios económicos: nadie compra, nadie vende, nadie vive dignamente.

Mientras tanto, desde el Ejecutivo se repite el mantra de “los mercados nos creen”, “el riesgo país baja”, “el dólar está controlado”. Pero la vida no se mide en variables financieras. Se mide en platos de comida, en tiempo compartido, en desarrollo humano. Y allí, en ese terreno, el modelo libertario ha fracasado rotundamente.

Cada vez que el Presidente agita su motosierra simbólica en redes sociales, cada vez que descalifica la función del Estado como garante de derechos, cada vez que se burla de quienes reclaman un ingreso digno, lo que hace es validar este estado de cosas: un país donde criar un hijo es un privilegio de pocos.

Es cierto que ningún gobierno puede resolver de un día para el otro los problemas estructurales de la pobreza infantil. Pero también es cierto que no todos los gobiernos optan por profundizarlos como estrategia. Este gobierno no solo no está solucionando la crisis: la está utilizando como combustible para imponer su cosmovisión ultraindividualista.

No se puede hablar de libertad cuando criar a un hijo es un lujo. No se puede hablar de justicia cuando el trabajo no garantiza ni siquiera lo básico. No se puede hablar de República cuando los niños crecen en hogares empobrecidos, sin futuro ni protección.

La crisis que reflejan los datos del INDEC no es solo una cuestión económica. Es una crisis moral, ética, política. Porque una sociedad que naturaliza que sus niños crezcan en condiciones de miseria es una sociedad que ha perdido el rumbo. Y un gobierno que mira para otro lado, que ajusta sobre los más débiles, que celebra recortes mientras los chicos pasan hambre, es un gobierno que ha renunciado a gobernar para el pueblo.

El salario mínimo ya no cumple su función elemental: garantizar un piso de dignidad. En la Argentina libertaria, criar se ha convertido en una batalla diaria contra la miseria planificada. Y el Estado, lejos de acompañar, se ha retirado del ring. Solo queda la resistencia cotidiana de millones que, aún con todo en contra, siguen eligiendo cuidar, sostener y amar. Porque, a pesar de todo, todavía hay quienes no se resignan a la crueldad como política de Estado.

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