Denuncian que el gobierno de Javier Milei usa la SIDE para espiar a opositores, gremios y jubilados

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Una denuncia revela que la Secretaría de Inteligencia volvió a las viejas prácticas de vigilancia ilegal, esta vez enfocada en movimientos sociales, sindicales y sectores vulnerables. Un informe reservado al que accedió el medio Página/12 advierte que la ex SIDE, bajo el ala del gobierno de Javier Milei, estaría espiando a organizaciones sociales, gremiales y de jubilados por considerarlas “potenciales generadoras de conflictividad”. El regreso de prácticas oscuras bajo una democracia frágil y un gobierno que se siente cada vez más cómodo con métodos represivos.

La democracia se debilita cuando el Estado usa su poder para vigilar a los ciudadanos en lugar de protegerlos. Esa es la advertencia que emerge con fuerza del informe reservado que Página/12 reveló esta semana, donde se expone una serie de maniobras de inteligencia encubierta por parte de la Secretaría de Inteligencia del Estado —la histórica SIDE, que cambió de nombre pero no de costumbres— contra organizaciones sociales, sindicales, políticas y de jubilados. La sombra de los servicios vuelve a proyectarse sobre la vida política argentina, y no se trata de una figura literaria: es una denuncia grave, documentada, y con implicancias institucionales de alto voltaje.

Según el documento, las estructuras de inteligencia dependientes directamente de Presidencia vienen siguiendo de cerca a “grupos piqueteros, sindicatos y organizaciones de jubilados”, a los que catalogan sin rodeos como “potenciales generadores de conflictividad”. En otras palabras, el gobierno de Javier Milei no distingue entre el derecho a la protesta y una amenaza a la seguridad nacional. Una mirada peligrosamente autoritaria que criminaliza toda forma de disenso, alimentando una lógica represiva que huele a pasado, pero se escribe en presente.

El informe no menciona nombres, pero sí habla de “líderes piqueteros”, “referentes sindicales” y “movimientos de base” bajo seguimiento constante. La formulación ambigua no es casual: permite que cualquier dirigente, cualquier voz que se alce contra el ajuste, entre en la categoría de “objetivo”. Basta con organizar una asamblea, participar en una movilización o encabezar un reclamo laboral para ingresar en el radar del espionaje estatal. Todo bajo la excusa de la “prevención del conflicto”.

La excusa, sin embargo, se desmorona cuando se analizan los métodos. Los espías de la SIDE se infiltraron en reuniones privadas, recolectaron datos sobre actividades internas de organizaciones, monitorearon redes sociales y hasta realizaron seguimientos físicos. Un accionar que viola flagrantemente las leyes vigentes sobre inteligencia, que prohíben expresamente este tipo de tareas sin orden judicial y fuera del ámbito del crimen organizado o la amenaza externa.

Lo más inquietante es el nivel de naturalización con el que se describe esta práctica dentro del gobierno. La SIDE, que formalmente ya no debería existir bajo ese nombre, actúa como si nunca hubiera sido desmantelada. Su reconfiguración legal —de la SIDE a la AFI y ahora a una estructura aún más opaca— no impidió que los viejos métodos subsistan. Muy por el contrario: parecen haber sido reactivados con entusiasmo bajo la gestión libertaria.

Es importante detenerse en los blancos de esta vigilancia: jubilados, trabajadores organizados, movimientos sociales. No se trata de organizaciones armadas, ni de grupos violentos. Son sectores históricamente vulnerables, cuyas únicas herramientas de lucha son la protesta pacífica, la visibilidad pública y la denuncia colectiva. ¿Qué tipo de democracia considera a esos sectores como enemigos? ¿Qué tipo de presidente cree que el hambre y la pobreza se resuelven con inteligencia encubierta y no con políticas públicas?

El espionaje no sólo es ilegal; es profundamente inmoral. Cuando el Estado espía a sus ciudadanos por ejercer derechos constitucionales, no estamos ante un problema de “excesos” o “errores de procedimiento”: estamos ante una estrategia de disciplinamiento social. Javier Milei, que se jacta de haber llegado para “derribar al Estado”, parece muy interesado en sostener ciertas estructuras autoritarias del aparato estatal. Especialmente aquellas que le permiten controlar el descontento social sin tener que enfrentarlo políticamente.

El informe también menciona que uno de los objetivos de estas tareas de inteligencia es “anticipar movimientos desestabilizadores”, una fórmula ambigua que remite a los peores discursos de los años oscuros. Como si el ejercicio del derecho a peticionar fuera un riesgo para la gobernabilidad. La administración Milei, en su afán por blindar el ajuste brutal que lleva adelante, parece dispuesta a convertir cualquier voz crítica en una amenaza.

Cabe preguntarse si esta persecución no es, también, una forma de ensayo. Una preparación para escenarios futuros en los que la protesta escale ante el deterioro económico. La inteligencia, en este sentido, se convierte en una herramienta de control preventivo, una especie de garrote invisible con el que se amenaza sin necesidad de golpear. Pero el mensaje es claro: “los estamos mirando”.

Frente a esto, el silencio institucional resulta atronador. No hay declaraciones de la AFI, no hay explicaciones del Ministerio de Seguridad ni de Presidencia. Tampoco hay una reacción del Congreso, que debería ejercer el control civil sobre los servicios de inteligencia. En su lugar, impera el secretismo, la opacidad y una lógica de Estado dentro del Estado. Una estructura clandestina que se mueve entre las sombras y responde a las necesidades del poder de turno.

Lo que esta denuncia deja en evidencia es que el gobierno de Milei no sólo ajusta sobre los sectores más pobres, sino que además los vigila. No le basta con recortar salarios, cerrar comedores o desfinanciar programas sociales. También necesita saber quién se queja, cómo se organiza y cuándo va a salir a la calle. Es la política del miedo llevada al extremo: empobrecidos y vigilados.

Esta deriva autoritaria, por más disfrazada que esté de tecnocracia libertaria, debe ser rechazada con fuerza. La democracia no puede sostenerse sobre un aparato de espionaje interno, y mucho menos cuando ese espionaje apunta a los más vulnerables. La historia argentina tiene marcas demasiado profundas en esa materia como para mirar hacia otro lado.

Frente a esta evidencia, urge una respuesta política clara. No se trata solo de un escándalo de inteligencia, sino de una amenaza estructural a las libertades civiles. El Congreso debe investigar. El Poder Judicial debe actuar. Y la sociedad, en su conjunto, debe volver a decir con fuerza: nunca más.

Fuente:
https://www.pagina12.com.ar/847013-denuncian-que-la-side-espia-a-opositores-gremios-y-grupos-de

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