La pluma que encarcela: Morales Solá, operador y ejecutor de una condena anunciada. Joaquín Morales Solá ya no escribe editoriales: firma condenas. En su última nota, el operador político con credencial de periodista exigió –con nombres, plazos y tono imperativo– que el Tribunal Oral Federal 2 termine con lo que él considera un «espectáculo político» de Cristina Fernández de Kirchner. ¿El periodismo o la voz oficiosa del poder real? ¿La libertad de expresión o el guion de una venganza? En este artículo analizamos cómo Morales Solá dejó de relatar los hechos para protagonizarlos, en una puesta en escena judicial que tiene más de vendetta que de justicia.
Cristina Fernández de Kirchner está presa. No por orden de un tribunal sino por el capricho de una narrativa que lleva años fraguándose en las redacciones del poder. Y si hay un nombre que sintetiza esa obsesión persecutoria disfrazada de periodismo, ese es Joaquín Morales Solá. El editorialista de La Nación no solo celebra la detención de la expresidenta, sino que además reprocha con virulencia al tribunal que no actuó con la celeridad que él, desde su escritorio, consideraba correcta. Como si la justicia debiera tomar nota y obedecer.
Desde el primer párrafo, Morales Solá no informa: sentencia. “Cristina Kirchner ya está presa”, proclama. Y de ahí en más despliega un texto donde no hay margen para la duda ni lugar para el análisis. Se impone la afirmación con voz de trueno, con la arrogancia de quien cree ser más juez que los jueces, más fiscal que los fiscales. El operador político se camufla tras la tinta del diario más tradicional de la Argentina para exigir que la historia se escriba con su pluma y según sus tiempos.
El gesto no es nuevo, pero sí escandaloso. Morales Solá ya había exigido la condena de CFK antes de que existiera fallo alguno, incluso cuando las pruebas eran endebles o directamente ausentes. Pero esta vez, su cruzada adquiere un tono disciplinador: “Cualquier otra persona en tales circunstancias es notificada en el acto y enviada inmediatamente a prisión”. ¿Qué pretende? ¿Un allanamiento en vivo? ¿Una detención televisada? ¿Una rendición pública? El ensañamiento es tan evidente que ni siquiera se disfraza de ecuanimidad.
Su crítica al tribunal oral por “haberle dado ocho días corridos” para notificarse no solo es desproporcionada: es peligrosa. Pretende que la justicia actúe como un brazo mecánico de la presión mediática. Los jueces Gorini, Giménez Uriburu y Basso son acusados de “cometer un error” por no actuar con la velocidad que el columnista consideraba apropiada. En lugar de cuestionar si esos días están amparados por el debido proceso, Morales Solá los señala como cómplices de una “puesta en escena” política.
Pero el tiro no va solo contra los jueces. El artículo apunta con munición gruesa también contra la militancia y el pueblo que se moviliza. Describe a los simpatizantes de Cristina como una “crema y nata” del cristinismo que “hace política desde el balcón”, y a los militantes de La Cámpora como una plaga que “convierte en un infierno la vida cotidiana de los vecinos”. Con lenguaje cargado de desprecio, pinta un cuadro apocalíptico de calles sucias y griterío constante, como si el ejercicio del derecho a manifestarse fuera una amenaza a la higiene urbana.
¿Y qué propone entonces Morales Solá? Silencio, encierro y sumisión. La prisión domiciliaria debe venir con mordaza, porque “las salidas al balcón estarán prohibidas”, dice con satisfacción. Y las visitas políticas también. El tribunal, a su juicio, corrigió su “error inicial” imponiendo restricciones que convierten el domicilio en una celda blindada no solo físicamente, sino también simbólicamente. Cristina no puede hablar, no puede mostrarse, no puede ser jefa, ni madre política. Y si lo intenta, Morales Solá estará ahí para exigir que se la encierre más.
Este episodio no es solo una muestra de animadversión personal o ideológica. Es la evidencia de cómo un sector del periodismo ha cruzado la línea de manera sistemática. De cómo se convirtieron en los escribas del lawfare, dándole formato de editorial a las operaciones de los servicios, los jueces adictos y los intereses corporativos. Y es también una advertencia: si se tolera que un periodista dicte los tiempos de la justicia, mañana podrá dictar también las condenas de cualquier ciudadano o ciudadana que incomode.
La narrativa de Morales Solá, tan enfática como revanchista, busca darle sentido a lo que no tiene legitimidad social ni política: el encarcelamiento de una dirigente sin pruebas firmes, sin instancias claras de defensa, con más sospechas de persecución que de justicia imparcial. “Cristina es la primera presidenta presa por actos corruptos”, repite el columnista, sin mencionar las causas armadas, las causas cerradas, las pericias contradictorias, las recusaciones rechazadas, el juicio político que nunca fue. Omite todo lo que no le sirve para cerrar su relato. Un relato tan selectivo como tóxico.
Por eso resulta tan insidiosa la equiparación forzada que hace con Menem, Yrigoyen y Frondizi. El intento de marcar una “excepción histórica” es en realidad un acto de manipulación. Porque lo que de verdad es inédito en la historia argentina es que un periodista con llegada diaria a miles de lectores se tome la atribución de marcarle el ritmo a los jueces, insultarlos por su tibieza, exigir arrestos y condicionar movilizaciones populares desde la comodidad de una columna.
Y es aún más obsceno el paralelismo que traza con la situación judicial de Sarkozy, en Francia, como si el uso de tobillera electrónica convirtiera automáticamente a cualquier sistema judicial en ejemplo de imparcialidad. En esa comparación burda, pretende vendernos una imagen de justicia rigurosa que, en realidad, no es más que una escenificación de poder. Lo que busca Morales Solá no es justicia: es escarmiento. Lo que promueve no es el respeto al Estado de Derecho, sino el disciplinamiento de la política por la vía del encarcelamiento.
Así, entre líneas, queda expuesta la verdadera intención del texto: dejar a Cristina fuera del tablero. Despojarla de voz, de presencia, de autoridad. Pero esa maniobra tiene un límite, y es el pueblo. El pueblo que se organiza, que moviliza, que resiste. El pueblo que sabe que una prisión no alcanza para borrar una historia. Que una tobillera no apaga una voz. Que ni siquiera una columna diaria en un diario centenario puede ocultar la verdad: que a Cristina la persiguen no por lo que hizo mal, sino por lo que representó y representa.
Morales Solá podrá seguir escribiendo sus condenas desde la impunidad que le garantiza su tribuna. Pero la historia, esa que no se deja redactar tan fácilmente, lo pondrá donde corresponde: del lado de los que usaron el periodismo para servir al poder y no a la verdad.
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