El reciente anuncio de un convenio «amplio» entre la Argentina y los Estados Unidos expone una relación comercial extremadamente desequilibrada, en la que nuestro país asume la mayor parte del riesgo mientras Washington conserva gran parte del control. Esto se da en medio de un contexto de crisis económica, ajuste y espacios de decisión cada vez más estrechos para la política doméstica.
Según el propio ministro Carli Bianco, la Argentina aceptó un esquema 90 %/10 % —con 15 obligaciones para nuestro país frente a apenas 2 para EE.UU.— en un “framework” comercial igual al de El Salvador, Ecuador y Guatemala. Sin embargo, esas naciones no cuentan con una base industrial comparable: un dato clave que revela la dimensión de la subordinación planteada. El acuerdo se cocinó sin consultas al Congreso, sin estudios de impacto y sin participación de provincias ni sectores productivos. Alguien debía contarlo, y aquí lo hacemos.
Desde la primera línea, la sensación es clara: este no es un acuerdo de igual a igual, ni mucho menos un paso hacia la liberación económica de la Argentina. Más bien, se perfila como una cesión de soberanía encubierta. Carli Bianco señaló que “Estados Unidos exige la liberalización de sectores que representan cerca del 70 % de lo que exporta la Argentina: medicamentos, químicos, maquinaria, tecnología, dispositivos médicos, vehículos y productos agrícolas.” Así lo dijo, y no fue una frase al pasar.
¿Qué quiere decir esto? Que el grueso del comercio estratégico argentino quedaría sometido a reglas que favorecen al socio fuerte, mientras que el país asume la obligación de adaptarse. Y, como si faltara un detalle, la parte estadounidense mantiene intactas sus tarifas sobre acero y aluminio: dos industrias claves para la Argentina. Esto no es un simple mal acuerdo: es una señal de quién dicta los términos y de qué está dispuesta a ceder la administración de Javier Milei.
El ministro Bianco no ocultó la crítica: “La negociación se desarrolló sin estudios de impacto, sin participación del Congreso, sin consultas a los sectores productivos y sin intervención de las provincias. Un proceso de diplomacia secreta que deja afuera a todos los actores interesados.” ¿Es eso gobernar o es delegar el rumbo de la economía a otros?
Lo que se ofrece a cambio aparece tan impreciso que respira desconfianza: apertura para “ciertos recursos naturales indisponibles” y “ciertos insumos farmacéuticos no patentados”. Pero no se precisa qué bienes, ni cuál es el volumen, ni qué criterios definen esas categorías. En un país que exporta petróleo, gas, oro, aluminio, productos agrícolas y diversas manufacturas, esas expresiones vagas no tranquilizan: ¿Incluye minerales estratégicos? ¿Combustibles? Lo curioso es que no hay una sola respuesta en el documento.
Y por si quedaba alguna duda, el anuncio se publicó únicamente en inglés, sin versión en castellano. Un parlamento comercial para la Argentina, pero comunicado en el idioma del otro lado del océano. Eso no es una formalidad: es un mensaje político claro sobre quién lleva la lapicera.
El análisis no puede terminar sin reconocer que esta situación no ocurre en el vacío. Estados Unidos interviene de manera creciente en la vida política argentina: incide en procesos electorales, en la conformación de gabinetes, en la administración del comercio exterior y en la orientación de la política monetaria. La injerencia es explícita en la política exterior: Washington define a qué reuniones internacionales asiste o no nuestro presidente, qué bloque o alianza debe privilegiar. Y ahora se suma un acuerdo comercial silencioso, pero de consecuencias profundas.
El peligro es que estos entendimientos —como este convenio y otros que se negocian en secreto— reduzcan la soberanía argentina en su sentido más profundo: la libertad de un país para elegir su rumbo. Cuando un Estado asume 15 obligaciones de cumplimiento frente a solo 2 del otro lado, el equilibrio se rompe. Y cuando ese desequilibrio se acuerda sin transparencia ni debate amplio, la democracia queda maleada.
Claro, algunos dirán que en tiempos de crisis hay que firmar para conseguir apoyo externo, abrir mercados y relanzar la producción. Pero lo cierto es que la urgencia no excusa la entrega. Y lo que era urgente no puede transformarse en sometimiento. Si Argentina renuncia a decidir su propio destino, ¿qué queda sino lamentar y pedir un giro hacia la autonomía perdida? En este punto, la crítica no es retórica: es un llamado urgente a tomar nota.
Bianco: “Es el pacto más desigual y asimétrico firmado desde el Roca-Runciman”



















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