La Ley Bases abrió las puertas para una nueva ola de privatizaciones que alcanza a activos estratégicos como Aerolíneas Argentinas, el Correo, y el sistema ferroviario. Con promesas de eficiencia y reducción del déficit, el gobierno apuesta por liquidar bienes públicos para obtener divisas en medio de una economía en crisis. Sin embargo, los números y las formas despiertan más sospechas que certezas.
En el tablero económico del gobierno de Javier Milei, las privatizaciones no aparecen como una ideología, sino como una necesidad cruda y urgente. Tras la aprobación de la Ley Bases, el Ejecutivo avanza con un catálogo de venta que incluye algunos de los activos más emblemáticos y estratégicos del Estado argentino. La retórica libertaria, que suele disfrazar de eficiencia lo que en realidad es una transferencia de riqueza pública al sector privado, ahora se materializa en un nuevo saqueo legalizado. La excusa: conseguir dólares frescos. El verdadero objetivo: desmontar lo que queda de soberanía nacional bajo la promesa –ya demasiado gastada– de un futuro mejor.
La lista no es menor. Aerolíneas Argentinas, Correo Argentino, Radio y Televisión Argentina (RTA), Intercargo y Enarsa, junto a empresas del sistema ferroviario y otras 32 sociedades con participación estatal, están en el radar de la desestatización. Como si no hubiera historia ni memoria, el plan de Milei replica con precisión quirúrgica el recetario noventista que culminó en desastres sociales, déficit estructural y la pérdida de control sobre sectores clave de la economía. Esta vez, la diferencia está en la brutalidad con que se presentan las propuestas: sin eufemismos, sin gradualismo, sin pudor.
De acuerdo con estimaciones de analistas citados en La Nación, el Estado podría aspirar a recaudar entre 5000 y 7000 millones de dólares si logra concretar la venta de todos los activos identificados como “vendibles”. La cifra parece tentadora, sobre todo para un gobierno que depende del goteo de divisas del agro, los préstamos de organismos multilaterales y una política monetaria completamente anclada al ajuste y la licuación. Pero detrás de esos números se esconde una lógica que ha sido desmentida una y otra vez: la idea de que privatizar es sinónimo de eficiencia, de ahorro y de progreso.
Veamos un caso paradigmático: Aerolíneas Argentinas. El gobierno dice que debe venderla porque representa una “carga para el Estado”. Sin embargo, la compañía cerró el primer semestre del año con un superávit operativo de US$ 32 millones y proyecta un resultado positivo de US$ 32 millones para todo 2024, gracias a un crecimiento de pasajeros del 13% y un récord de vuelos diarios. ¿Por qué vender una empresa que ya no le cuesta plata al Estado y que, en cambio, aporta conectividad, empleo y presencia federal? La respuesta no está en la eficiencia económica, sino en una convicción ideológica que convierte cualquier expresión de lo público en un enemigo a exterminar.
Algo similar ocurre con el Correo Argentino. Si bien acumula una historia de déficit, su rol en la logística estatal y en la garantía del derecho al voto en elecciones es insustituible. Su eventual privatización no solo generaría despidos masivos, sino que abriría la puerta a una mercantilización de servicios esenciales, donde la rentabilidad reemplazaría al servicio universal. Lo mismo puede decirse del sistema ferroviario, que en los últimos años venía experimentando una lenta pero sostenida recuperación tras décadas de abandono. Para Milei, todo lo que no da ganancias inmediatas es prescindible, aunque sea necesario para millones.
Por otro lado, llama la atención que empresas estratégicas como Enarsa o Intercargo –fundamentales para la infraestructura energética y aeroportuaria– estén en la lista. ¿A quién le conviene que el Estado renuncie al control de sectores tan sensibles en un país con recursos como Vaca Muerta o una posición clave en el comercio aéreo regional? A los argentinos, claramente no. Pero sí a los grupos económicos concentrados que esperan, con chequera en mano, que la política les entregue en bandeja lo que nunca podrían construir por cuenta propia.
Desde el oficialismo intentan maquillar esta avanzada con una supuesta “modernización” del Estado. El propio Milei ha dicho que “todo lo que pueda estar en manos privadas, debe estarlo”. Pero esa lógica desconoce algo básico: hay bienes y servicios que no deben regirse por el mercado porque responden a derechos, no a consumidores. La salud, la educación, el transporte, la energía y la comunicación no son negocios; son herramientas para construir ciudadanía y garantizar igualdad de oportunidades. Cuando se los privatiza, el resultado es simple: los ricos acceden, los pobres quedan afuera.
Lo más preocupante es la opacidad con la que se pretende avanzar en estas operaciones. Aunque el gobierno dice que habrá licitaciones transparentes y que cada venta será aprobada por el Congreso, lo cierto es que el artículo 7° de la Ley Bases le otorga al Poder Ejecutivo una discrecionalidad peligrosa. Además, muchas de las empresas en cuestión fueron incluidas en el paquete de privatizables sin ningún tipo de auditoría pública o análisis profundo de su valor real. Es decir, el Estado podría estar malvendiendo sus activos por urgencias fiscales, hipotecando el futuro para salvar el presente.
La historia argentina es rica en ejemplos de privatizaciones fallidas: YPF, Entel, Ferrocarriles, Gas del Estado. En todos los casos, se prometieron mejoras de calidad, baja de tarifas y eficiencia. Lo que vino, en cambio, fue desempleo, desinversión, cortes de servicios y ganancias astronómicas para unos pocos. El modelo actual de Milei no solo ignora esas lecciones, sino que las repite con entusiasmo patológico. Y lo hace en un contexto económico y social extremadamente delicado, con una pobreza que supera el 50% y un sistema productivo en terapia intensiva.
El problema no es solo lo que se vende, sino también lo que no se dice. ¿Qué pasará con los miles de trabajadores de estas empresas? ¿Cómo se garantizará que los nuevos dueños mantengan los servicios, las rutas, las frecuencias o los empleos? ¿Quién fiscalizará el cumplimiento de los contratos? ¿Qué ocurre si una empresa extranjera se queda con la infraestructura crítica del país? Ninguna de estas preguntas tiene respuesta. El gobierno las ignora o las esquiva con slogans. Pero las consecuencias serán reales, concretas y probablemente irreversibles.
En un país que ha sido despojado una y otra vez en nombre del ajuste, la eficiencia o el «cambio», las privatizaciones de Milei representan algo más que una política económica: son una declaración de guerra contra la idea misma de lo público. Frente a esa amenaza, queda preguntarse cuánta más patria estamos dispuestos a entregar a cambio de unos pocos dólares.
























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