Mientras la maquinaria de muerte de la última dictadura militar arrojaba cuerpos al Río de la Plata desde aviones, hubo manos burocráticas que colaboraron en tierra. En Punta Indio, dos policías provinciales optaron por callar, falsear y encubrir. Casi medio siglo después, la justicia los pone en el banquillo, aunque con penas que suenan más a advertencia que a condena.
La escena es conocida. Un cuerpo aparece flotando en las aguas del Río de la Plata. Es diciembre de 1976. La dictadura está en pleno apogeo, y los vuelos de la muerte ya son parte rutinaria del engranaje genocida. La víctima se llama Rosa Eugenia Novillo Corvalán. Tiene apenas 25 años. Militante del PRT-ERP, psicóloga en formación, exdetenida política fugada de la Cárcel del Buen Pastor en Córdoba. Sobrevive a la represión, pero no escapa al plan sistemático de desaparición forzada. Su cuerpo es hallado en la costa de Punta Indio. Presenta un disparo en el cráneo. La autopsia revela la causa de muerte: destrucción de masa encefálica. Pero en lugar de abrir una causa judicial, como manda la ley, lo que sucede a continuación es un acto de complicidad deliberada con el horror.
Dos policías bonaerenses, Moisés Elías D’Elía, entonces jefe de la Subcomisaría de Verónica, y Julio César Morazzo, efectivo del Destacamento Cristino Benavídez, no sólo omiten denunciar el hallazgo a la justicia: deciden inhumar el cuerpo como NN en el cementerio de Magdalena, sin siquiera intentar buscar a sus familiares o indagar sobre su identidad. Lo que es peor: dos meses después, en febrero de 1977, la Policía bonaerense logra identificar a la víctima a través de sus huellas dactilares. La información llega a manos de estos funcionarios. Pero ellos eligen el silencio. Optan por seguir ocultando, persistiendo en el encubrimiento, borrando la historia, como si Rosa no hubiera existido.
Ana Oberlin, auxiliar fiscal de la Unidad Fiscal que investiga crímenes de lesa humanidad en La Plata, lo dijo con claridad demoledora: “Los imputados sabían que su conducta contribuía a consolidar el ataque sistemático, y aun así decidieron ejecutarla”. Lo que denuncia Oberlin no es un error administrativo, no es una omisión inocente. Es una colaboración consciente con el terrorismo de Estado. Es la decisión política de cerrar los ojos frente a un cuerpo que hablaba, que denunciaba con su sola presencia el genocidio en curso.
Y ahí está el nudo del asunto: estos hombres no fueron torturadores ni pilotos. No firmaron órdenes de detención ni comandaron centros clandestinos. Pero desde sus escritorios, desde sus formularios y expedientes, eligieron formar parte. Eligieron callar donde debían hablar. Falsificar donde debían informar. Silenciar donde debían investigar. Convirtieron la inacción en acto criminal. Esa maquinaria siniestra no funcionaba sólo con los verdugos: también precisaba de quienes maquillaban los crímenes, los enterraban sin nombre, los omitían del relato oficial.
Casi 50 años más tarde, el Estado intenta reparar. El pedido de pena es de tres años de prisión e inhabilitación especial por seis. Una condena simbólica, menor, casi tibia frente al daño causado. Pero significativa. Porque dice: no se puede mirar para otro lado. No se puede enterrar cuerpos sin nombre cuando se sabe quiénes son. No se puede colaborar con un genocidio desde la pasividad cómplice.
El juicio se lleva adelante en el Juzgado Federal N°1 de La Plata, con el magistrado Alejo Ramos Padilla al frente. Ya declararon los abogados de la familia de Rosa, Pablo Llonto y Rodrigo Cano. El 28 de julio será el turno de la defensa de D’Elía. Ese mismo día podría conocerse el veredicto, gracias a que el juez habilitó la feria judicial. No es sólo una cuestión procesal. Es un gesto político. Porque estos juicios también son eso: una forma de construir memoria, de confrontar con la impunidad, de decir que el tiempo no borra los crímenes ni a los criminales.
Pero Oberlin fue más allá. No se conformó con pedir condena. Requirió además medidas reparatorias que apunten al corazón de la memoria colectiva. Solicitó que la sentencia sea ampliamente difundida, que se notifique a las áreas de derechos humanos de todos los niveles del Estado, que se publiquen extractos en los boletines oficiales y que se señalicen los lugares clave del encubrimiento: el cementerio, los destacamentos policiales, el sitio del hallazgo. También pidió que las universidades donde estudió Rosa —La Plata y Córdoba— promuevan actividades educativas en su honor.
Nada de esto repara el daño. Pero lo reconoce, lo inscribe, lo visibiliza. Rosa Novillo Corvalán no es una sigla más en una lista de desaparecidos. Es un cuerpo silenciado, una vida arrebatada, una voz que aún incomoda. Su caso, además, conecta con otros: el de Roberto Arancibia, Adrián Accrescimbeni, Juan Carlos Rosace, también arrojados desde Campo de Mayo, también enterrados como NN en Magdalena. Todos víctimas de un plan de exterminio, todos parte del mismo vuelo criminal.
El juicio oral que condenó en 2022 a los militares responsables del operativo ya lo había dicho: en Campo de Mayo, durante la dictadura, se lanzaban cuerpos vivos y muertos al agua con la intención de hacerlos desaparecer. Esa modalidad —el eufemismo de los «vuelos de la muerte»— es uno de los rostros más monstruosos del aparato represivo argentino. Pero lo que ahora se juzga es otra dimensión del horror: la complicidad cívico-policial, la cadena de silencios que permitió sostener el genocidio.
La actuación de D’Elía y Morazzo no fue una anomalía. Fue una política. Un trato diferenciado, como señaló Oberlin: cuando los cuerpos pertenecían a víctimas del terrorismo de Estado, se omitían los protocolos legales. Cuando no, se actuaba con normalidad institucional. Esa doble vara expone el conocimiento que tenían los acusados sobre lo que estaba ocurriendo. No eran simples engranajes ciegos. Sabían. Eligieron. Encubrieron.
Y ahora, finalmente, deberán enfrentar las consecuencias.
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