Karina Milei: la sombra que asfixia al Gobierno tras la derrota bonaerense y deja su hermano atrapado en la parálisis del poder

Karina Milei
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La derrota electoral en la provincia de Buenos Aires no fue un tropezón más, sino un terremoto que dejó en evidencia la fragilidad política del oficialismo y la centralidad de Karina Milei en un gobierno que prometía dinamitar la política pero terminó atrapado en sus propios laberintos familiares.

La caída fue estrepitosa: apenas un 34% de los votos frente al 47% del peronismo en su histórico bastión bonaerense. Javier Milei había sido convencido por encuestadores de que existía un empate técnico y hasta fantaseaba con una victoria ajustada. La realidad fue mucho más dura y desnudó la precariedad de una campaña armada sobre ataques a un gobierno anterior que dejó el poder hace casi dos años, incapaz de ofrecer un horizonte propio. En ese escenario, el dedo acusador no tardó en señalar a quien el propio Presidente llama “el jefe”: su hermana Karina.

Ella no solo diseñó la estrategia electoral que naufragó, también carga con el peso de un escándalo de corrupción que estalló dos semanas antes de los comicios. Los audios filtrados desde la Agencia Nacional de Discapacidad, que hablaban de coimas en compras farmacéuticas vinculadas a Karina, se transformaron en dinamita política en medio del ajuste feroz a los sectores más vulnerables. Esa imagen de “motosierra para los pobres, impunidad para los propios” terminó por hundir a La Libertad Avanza en Buenos Aires. Aunque un juez prohibió la difusión pública de esos audios, el daño ya estaba hecho: amplios sectores de la población asociaron a Karina con el mismo vicio de la casta que su hermano había prometido combatir.

Lo que vino después fue aún más revelador. Javier Milei intentó desplazar a Lule Menem, señalado en las denuncias y símbolo del amiguismo enquistado en la Casa Rosada. Pero su hermana lo frenó en seco con una frase lapidaria: “son mi gente”. Ese gesto dejó un mensaje interno y externo inconfundible. Hacia adentro, que Karina define quién se queda y quién se va. Hacia afuera, que el Presidente no manda ni siquiera en su propio gabinete. El resultado fue el peor escenario posible: un gobierno que luce acorralado por su propio círculo íntimo, con un Presidente que se exhibe débil frente a su hermana y frente a la crisis.

Para contener el temblor, se anunció la creación de una “mesa política nacional” y otra “federal de diálogo con gobernadores”. En los papeles parecía un intento de orden y apertura, pero la foto reveló todo lo contrario. La mesa estaba conformada por los mismos de siempre: Karina, Guillermo Francos, Patricia Bullrich, Santiago Caputo, Martín Menem y Manuel Adorni. Nada nuevo bajo el sol, apenas la institucionalización de un ritual que ya existía los martes en Casa Rosada. Lejos de ampliar el juego, la maniobra confirmó que las decisiones seguirán encerradas en el círculo chico de siempre.

Los gobernadores tampoco compraron el acting. Maximiliano Pullaro, mandatario de Santa Fe, tardó menos de una hora en rechazar la invitación. Y no fue el único. Nadie quiere sentarse a negociar con un gobierno que acumula derrotas legislativas, que carga con denuncias de corrupción y que, encima, se permite blindar a los Menem en medio del escándalo. La “mesa federal” nació muerta porque el problema no es la falta de reuniones, sino la falta de autoridad política.

En paralelo, Santiago Caputo intentó capitalizar el desorden y propuso un giro hacia un gobierno de “unidad nacional”, sumando al PRO y a peronistas no kirchneristas para darle aire político al oficialismo. La idea era clara: correr a los Menem, relegar la influencia de Karina y abrir algún puente hacia afuera. Pero su intento chocó contra un muro: la férrea defensa de Karina a los suyos. Su negativa terminó congelando cualquier posibilidad de recambio. La interna quedó trabada en un empate tóxico: Milei no se atreve a desafiar a su hermana, pero tampoco puede ignorar a un asesor que representa el último canal con sectores externos. El resultado es la parálisis en el peor momento.

Mientras tanto, los mercados hicieron sentir su peso. Tras la derrota, el dólar superó los $1.400, el riesgo país escaló a 1100 puntos y las acciones argentinas en el exterior se desplomaron un 24%. El oficialismo había apostado a una victoria electoral para calmar la tormenta financiera y terminó hundiéndose aún más. La ironía es brutal: un Presidente que se presenta como el “león” indomable luce hoy maniatado por la tutela de su hermana y la presión de los mercados.

El trasfondo es aún más corrosivo. Karina no solo es la guardiana de la agenda presidencial y la arquitecta de la estrategia fallida, también es percibida como un lastre que ahuyenta a aliados potenciales. Su alianza limitada con el PRO de Mauricio Macri no alcanzó para captar votos ni estructura, mientras que otros sectores centristas se alejaron creando alternativas por fuera del gobierno. En la práctica, Karina se transformó en el principal obstáculo para cualquier intento de ampliación política. Y sin ampliación, el proyecto libertario queda encerrado en sí mismo, condenado a la implosión.

El gobierno, sin brújula, responde con gestos huecos. No hay despidos en el gabinete, no hay renovación de nombres, no hay señales de autocrítica real. Apenas promesas de reflexión y la ratificación de los mismos interlocutores que llevaron al fracaso. Sebastián Pareja, señalado como responsable de la debacle bonaerense, fue ratificado como jefe de campaña para octubre. Una muestra brutal de que el oficialismo eligió negar la realidad antes que asumirla.

La comparación con Cambiemos es inevitable. En 2018, Macri armaba mesas de coordinación con Peña y los gobernadores radicales para simular control mientras el país se desmoronaba. Hoy, Milei repite la fórmula con Karina y los Menem, pretendiendo mostrar apertura donde solo hay encierro. El libertarismo que prometía dinamitar la política tradicional terminó reproduciendo sus peores prácticas, con la diferencia de que lo hace sin base territorial, sin red de contención y con un liderazgo presidencial eclipsado por el poder de su hermana.

La derrota bonaerense no fue un accidente, fue el inicio de una fractura interna inocultable. Karina Milei sostiene a los Menem como si fueran un tótem personal, Santiago Caputo busca reinventar el gobierno con fantasías de unidad nacional, los gobernadores miran de lejos y los mercados marcan la agenda con cada sacudida. En el medio, Javier Milei queda reducido a un Presidente sin margen, atrapado entre la familia, la corrupción y el vértigo económico. Y cuando la única respuesta a la crisis es anunciar mesas políticas que ya existían, la conclusión es brutalmente clara: el vacío de poder no está en las urnas, está en la Casa Rosada.

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