El poder económico nunca se casa con nadie. Acompaña mientras los números cierran, los dólares entran y las ganancias se multiplican. Pero cuando huele sangre, se aparta. Ese es el punto en el que se encuentra hoy Javier Milei, un presidente que pasó en apenas un año y ocho meses de ser el “loco genial” que entusiasmaba al establishment a convertirse en un mandatario desgastado, cercado por la interna libertaria, la recesión y el escándalo de corrupción que estalló en la Agencia Nacional de Discapacidad.
La comparación con Mauricio Macri es inevitable. En 2017, aún después de ganar las legislativas, el entonces presidente comenzó a sufrir el alejamiento de los empresarios, que percibían el agotamiento de su modelo. Con Milei, ese proceso se aceleró: sin crecimiento, con un ajuste que asfixia a la producción y con menos respaldo político, el establishment ya busca interlocutores en otro lado. Gobernadores que se despegaron de la Casa Rosada, dirigentes del PJ, Sergio Massa, Horacio Rodríguez Larreta e incluso Mauricio Macri son hoy los destinatarios de los sondeos de banqueros e industriales. No se trata todavía de pedirles un programa de gobierno, sino de encontrar un espacio de transición ante lo que consideran un final anunciado.
Dos eventos recientes graficaron ese desplazamiento. En la celebración por los 80 años del Grupo Clarín, el Gobierno brilló por su ausencia mientras se codeaban gobernadores, empresarios y opositores de peso. Y en la convención de la UIA en Córdoba, Caputo directamente eligió no ir y dejó a Guillermo Francos como representante, con un discurso que no convenció a nadie. El titular de la UIA, Martín Rappallini, fue categórico: ya no alcanza con el orden macro, reclaman menos tasas, menos apertura indiscriminada de importaciones y un plan de reactivación. Hasta hace poco, pedían paciencia. Ahora exigen cambios.
El problema para Milei es doble. Por un lado, su plan económico muestra grietas que ni siquiera el “círculo rojo” está dispuesto a ignorar. Por otro, Caputo está cansado y no lo oculta. Según su entorno, considera que la estabilización ya se logró y que ahora es la política la que debería hacerse cargo. El ministro, convertido en sostén del esquema libertario, fantasea con la retirada, pero no hay reemplazo a la vista que logre calmar al mercado. Los banqueros desconfían, los industriales se impacientan y el FMI, en silencio, presiona por un giro en la política cambiaria y monetaria.
El desgaste no se mide solamente en encuestas ni en elecciones: se mide en la pérdida de confianza de aquellos que, hasta hace poco, lo alentaban como el outsider que venía a dinamitar el statu quo. Hoy lo ven como un presidente debilitado, que se pelea con aliados, que responsabiliza a conspiraciones internacionales de su propia inestabilidad y que no logra ofrecer certidumbre. La transición está en marcha, aunque todavía no tenga nombre ni apellido. Y en ese terreno, los tiburones ya dejaron de nadar a su lado: giraron la vista hacia la sangre que se esparce en el agua.





















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