Entre acusaciones de corrupción, críticas a la gratuidad y reclamos de control, la senadora cordobesa se sumó al libreto del gobierno de Javier Milei y apuntó contra la Universidad Nacional de Córdoba, cuestionando su rol histórico, su financiamiento y su vínculo con la sociedad.
En el plenario de las comisiones de Educación y Presupuesto, la senadora por Córdoba Carmen Álvarez Rivero dejó en claro su postura respecto al sistema universitario público. Con un tono duro, cargado de acusaciones y juicios de valor, sostuvo que la Universidad Nacional de Córdoba —la casa de estudios más antigua del país, fundada en tiempos coloniales por los jesuitas— se ha convertido en “una estafa para los cordobeses”. Detrás de esas palabras no solo se percibe una crítica institucional, sino también una clara alineación con la política educativa de ajuste y desprestigio que impulsa el gobierno de Javier Milei contra la educación superior.
El discurso de Álvarez Rivero estuvo atravesado por la idea de que el problema no es la falta de recursos sino la supuesta “mala gestión” de las universidades. Según ella, el ingreso irrestricto, la ausencia de prioridades claras y las prácticas políticas dentro de las casas de estudio serían las responsables de la baja tasa de egresos. En un señalamiento que busca instalar una agenda de restricción y meritocracia, la senadora denunció que menos del 20% de los estudiantes que ingresan logran graduarse, y sugirió que el problema radica en la gratuidad de la educación y la masividad de los ingresos. La insinuación es peligrosa: si la universidad no “rinde”, entonces el Estado debería condicionar su existencia al mercado laboral y a la rentabilidad de la inversión.
En un pasaje de su intervención, Álvarez Rivero acusó a la Universidad Nacional de Córdoba de funcionar como “una caja política sin control, llena de microcorrupciones”, y sostuvo que esas irregularidades ya habrían sido denunciadas ante la justicia federal. El ejemplo que eligió fue la Facultad de Medicina, donde mencionó supuestas “pequeñas corrupciones” sin precisar pruebas concretas más allá de su afirmación. El recurso discursivo no es casual: al presentar a la universidad como un espacio opaco y plagado de irregularidades, se justifica el avance de auditorías externas, el condicionamiento presupuestario y la injerencia política bajo la excusa de la transparencia.
El señalamiento no se detuvo en la cuestión académica. La senadora apuntó también contra los medios universitarios, como los servicios de radio y televisión que dependen de la UNC, describiéndolos como “otra caja política” y una “plataforma ideológica” sostenida durante dos décadas. Con esa definición buscó instalar la idea de que los espacios de comunicación universitaria no cumplen una función pública ni cultural, sino que serían meros refugios de militancia. En esa lógica, cualquier voz que escape al discurso oficial se convierte en “ideología” mientras que el relato del ajuste aparece como “sentido común”.
El discurso no estuvo exento de una carga moralizante. Álvarez Rivero cuestionó la existencia de “22 oficinas de género” en la universidad y remarcó, con tono crítico, que hasta “el Lemó Derivados” tenía una de ellas, pero que no existía ni una sola oficina dedicada al tratamiento de adicciones. Para reforzar el argumento, citó un estudio de la propia universidad que señala que el 50% de los estudiantes consume marihuana. En esa comparación forzada, la senadora instaló un falso dilema: mientras se financian espacios vinculados a la igualdad de género, se descuida la salud estudiantil. En realidad, ambos problemas son relevantes y forman parte de los múltiples desafíos que enfrenta la vida universitaria, pero el planteo reduccionista busca instalar que las universidades se preocupan más por la “militancia ideológica” que por las necesidades reales de los jóvenes.
Otro de los ejes centrales de su exposición fue la desconexión entre la universidad y el mundo del trabajo. Con frases tajantes, definió a la UNC como “caótica, politizada y con cero vínculo con el sector productivo”. Para ella, el verdadero rol de la educación superior debería ser el de formar trabajadores listos para insertarse en el mercado, sin detenerse en el valor cultural, social y científico que la universidad pública ha tenido a lo largo de la historia argentina. Esa reducción de la educación a mera capacitación laboral encierra un trasfondo ideológico profundo: despojar a la universidad de su carácter emancipador y crítico para transformarla en un engranaje más del modelo económico vigente.
Álvarez Rivero insistió en que no se trata de “más plata”, sino de “más educación, más egresados, más excelencia y más inserción laboral”. Pero en esa ecuación nunca consideró las consecuencias del brutal ajuste presupuestario que atraviesan las universidades desde la llegada de Milei a la Casa Rosada. Al omitir deliberadamente la falta de fondos para sostener programas, carreras, investigación y becas, la senadora desplaza la responsabilidad hacia los propios estudiantes y docentes, como si el fracaso de la política educativa fuera producto exclusivo de su mala organización interna.
El discurso estuvo plagado de expresiones tajantes: habló de universidades que “trabajan para sí mismas y no rinden cuentas”, de carreras que “sobran” porque no tienen “estrategia” y de un sistema que “no cumple la función para la que fue creado”. A la hora de proponer soluciones, delineó un esquema de control férreo: metas de egreso y empleabilidad, auditorías externas financieras, portales de compra con transparencia absoluta y cupos de carreras definidos en función de las “prioridades” que, según su visión, debería fijar el Estado. La autonomía universitaria, pilar de la Reforma de 1918 y orgullo histórico de la Universidad de Córdoba, desaparece en este proyecto para dar lugar a una universidad vigilada, restringida y atada a los designios del poder político de turno.
El mensaje final fue tan categórico como inquietante: “Si la discusión es más educación, más egresados, más excelencia, más inserción laboral, cuenten conmigo”. La frase revela la esencia del planteo: no se trata de fortalecer la universidad pública tal como la conocemos, sino de transformarla en una institución subordinada al mercado, donde las carreras “útiles” sobreviven y las “innecesarias” desaparecen, donde las oficinas de género son reemplazadas por programas disciplinarios y donde la gratuidad deja de ser un derecho para convertirse en un privilegio condicionado.
El discurso de Carmen Álvarez Rivero no es un hecho aislado, sino parte de una ofensiva política más amplia que busca deslegitimar a la universidad pública. Bajo el pretexto de la eficiencia y la transparencia, se esconde la intención de desmontar uno de los pilares de la movilidad social en la Argentina. Una estrategia que coincide con la narrativa del gobierno de Javier Milei: menos Estado, menos derechos, menos igualdad. La universidad pública, lejos de ser una estafa, sigue siendo uno de los últimos bastiones de acceso democrático al conocimiento en un país donde cada vez más se cierran las puertas de la educación para los sectores populares. Atacar su legitimidad, como lo hizo la senadora cordobesa, es golpear el corazón mismo de la sociedad argentina.





















Deja una respuesta