Mientras Javier Milei se burla del sistema universitario desde el sillón presidencial, su bloque en el Congreso demuestra una mezcla de indiferencia y desprecio por la educación pública. La votación en general del financiamiento universitario fue un acto de resistencia política, pero también dejó al desnudo a quienes, en silencio o con cinismo, eligen no defender lo que el pueblo exige preservar.
En una sesión marcada por las tensiones, las ausencias simbólicas y los silencios ensordecedores, la Cámara de Diputados finalmente aprobó en general el dictamen que garantiza el financiamiento para la educación universitaria y la recomposición salarial docente. El resultado fue contundente: 158 votos afirmativos, 75 negativos y una cadena de abstenciones que dejaron en evidencia la cobardía política de quienes prefieren no comprometerse, ni siquiera frente al colapso de un sistema que forma a generaciones enteras.
Pero lo que debió ser una jornada de celebración para el sistema universitario argentino, terminó por transformarse en una postal de la decadencia institucional: chicanas, micrófonos apagados, diputados jugando con perros imaginarios, y una figura omnipresente, aunque ausente físicamente: el presidente Javier Milei.
Porque mientras se discutía el futuro de la educación pública, el mandatario se encontraba, según la chicana de un diputado, “charlando con Conan”. Y no se trataba de una reunión de gabinete ni de una videollamada de Estado: era, ni más ni menos, que la mención de su perro clonado. Este detalle, que en otro contexto podría causar risa o desconcierto, resume con el nivel de desprecio con el que el Ejecutivo trata a las instituciones, al Congreso y, sobre todo, a la universidad pública.
Otros legisladores, como Ricardo López Murphy, optaron por abstenerse, al igual que varios miembros de La Libertad Avanza y el PRO. Esa palabra —“abstención”— resonó una y otra vez, como una cachetada al clamor de miles que marcharon en defensa de las universidades, de los docentes y del acceso igualitario al conocimiento.
No se trató simplemente de una votación más. Fue un termómetro. Una radiografía precisa del momento político que atraviesa la Argentina, donde el cinismo y la frivolidad le ganan terreno al debate serio, donde los micrófonos se apagan cuando el discurso incomoda, y donde gritar —literalmente gritar— parece ser más importante que argumentar.
El proyecto aprobado contempla no solo el financiamiento básico del sistema universitario, sino también la recomposición del salario docente, brutalmente castigado por la política de ajuste que impulsa Milei desde su llegada al poder. Este respaldo legislativo, aunque parcial y todavía sujeto a tratamiento en particular, constituye una respuesta clara a la ofensiva libertaria contra la universidad pública, a la que el presidente ha tildado de “adoctrinadora” y “foco de privilegios”.
Sin embargo, no todo es victoria. La sesión dejó en evidencia a los tibios, a los que se esconden detrás de una abstención para no quedar mal ni con el poder ni con la sociedad. Algunos argumentarán razones técnicas, otros apelarán al “contexto económico”, y los más cínicos repetirán como loros el discurso libertario de “los recursos son limitados”. Pero cuando se trata de educación, la neutralidad es complicidad.
Resulta inaceptable que, frente a una crisis universitaria sin precedentes, haya sectores políticos que elijan mirar para otro lado o, peor aún, burlarse. Porque mientras algunos diputados pedían el cierre del debate, otros apenas sabían cómo justificar sus decisiones, y muchos simplemente callaban. No se puede hablar de federalismo si se abandona a las universidades del interior. No se puede hablar de meritocracia si se castiga a los docentes. Y no se puede hablar de libertad si se ahoga al sistema que garantiza el acceso libre y gratuito al conocimiento.
Cada abstención, cada micrófono apagado, cada intervención vacía de contenido, suma a la erosión de la democracia. Lo que está en juego no es solo el presupuesto de las universidades, sino el proyecto de país que queremos. ¿Uno donde la educación sea un derecho o un privilegio? ¿Uno donde los jóvenes puedan soñar con una carrera universitaria, o uno donde el saber se compre en cuotas?
La aprobación de este proyecto es apenas un paso, un punto de partida. Pero la batalla por la universidad pública continúa. Continúa en cada aula sin calefacción, en cada laboratorio paralizado por falta de insumos, en cada docente que no llega a fin de mes, y en cada estudiante que deja sus estudios porque no puede pagarse el colectivo.
El Congreso, al menos en esta oportunidad, mostró que aún existe una mayoría dispuesta a defender la educación pública. Pero el comportamiento de buena parte del bloque oficialista, sus aliados silenciosos y sus cómplices abstencionistas, debe quedar registrado. Porque cuando el pueblo vuelva a marchar —y lo hará— sabrá muy bien quién estuvo del lado de la universidad y quién la dejó caer.
La historia no absuelve a los tibios. Y si algo ha demostrado la comunidad universitaria argentina, es que no se rinde. Porque la educación no se mendiga: se defiende.





















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