Milei avanza en su cruzada por aniquilar Vialidad Nacional donde se revelan negocios, revanchas políticas y un país al borde de la parálisis vial

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El gobierno de Javier Milei anunció el cierre de la Dirección Nacional de Vialidad, un organismo histórico responsable de rutas, puentes y corredores estratégicos. Detrás de la medida asoman el nombre de Alejandro Tamer, el fuego mediático de Jorge Lanata y una reestructuración que, lejos de ahorrar dinero, podría abrir la puerta a negocios privados, despidos masivos y caos en la infraestructura del país.

Argentina asiste a un momento en el que la motosierra dejó de ser metáfora para convertirse en una amputación quirúrgica —y a veces brutal— de organismos históricos. Esta vez, el hachazo libertario cayó sobre la Dirección Nacional de Vialidad, una institución con más de 90 años de historia, encargada nada menos que de diseñar, construir y mantener las rutas, puentes y corredores que unen cada pueblo y cada economía regional del país. El anuncio llegó con toda la pompa que le gusta al Gobierno: fue el vocero presidencial Manuel Adorni quien, con tono displicente y casi festivo, comunicó el cierre de Vialidad Nacional, amparándose en un informe que el periodista Jorge Lanata exhibió en su programa televisivo, donde se aseguraba que “Vialidad Nacional es un agujero negro de corrupción”.

Pero el relato oficial esconde más de lo que dice. Y, como suele pasar en la Argentina, debajo de las grandes decisiones gubernamentales aparecen nombres propios y silencios inquietantes. El de Alejandro Tamer es uno de ellos. Tamer no es un desconocido: fue funcionario durante el menemismo, estuvo ligado a empresas privadas de obra pública y, hasta hace poco, intentó hacerse un lugar en la política electoral en San Lorenzo, Santa Fe, donde terminó derrotado. Sin embargo, se convirtió en la mano derecha de Guillermo Ferraro, ex ministro de Infraestructura de Milei, hasta que Ferraro cayó en desgracia. Tamer supo reinventarse rápido y hoy es pieza clave en el Ministerio de Economía que lidera Luis Caputo. Desde allí, pilotea la reestructuración de áreas estratégicas como Vialidad y Transporte. Es el hombre que define el cierre de Vialidad y el traspaso de competencias a concesiones privadas o a la Dirección Nacional de Concesiones.

El Gobierno vende la historia como una cruzada heroica contra la corrupción. Pero lo que no dice es que Vialidad Nacional es, en esencia, el Estado asegurando que cada metro de ruta se construya donde hace falta, no donde conviene a los negocios privados. Nadie niega que el organismo haya arrastrado prácticas cuestionables, sobreprecios o manejos turbios. Es un secreto a voces. Pero una cosa es auditar y reformar, y otra muy distinta es borrar de un plumazo un organismo técnico, dejar en la calle a más de seis mil trabajadores y soltarle las riendas de la obra pública a la voracidad de empresas que, históricamente, han financiado campañas políticas o engrosado bolsillos privados.

La puesta en escena del Gobierno fue milimétrica. Lanata presentó un informe cargado de denuncias sobre corrupción, sueldos altos y supuestas obras paradas. Fue el guion perfecto para Adorni, quien se subió a la ola mediática y oficializó el cierre. La estrategia es conocida: primero se demoniza a un organismo, luego se lo desmonta. Es el mismo método que se aplicó con el INCAA, con el INTI y con tantos otros organismos que Javier Milei considera parte de “la casta”. Lo que el oficialismo no explica es quién va a fiscalizar la calidad de las rutas, quién va a controlar que los privados no inflen presupuestos o que las provincias más chicas no queden abandonadas por falta de rentabilidad. Porque cuando todo se mide en Excel, los pueblos chicos terminan borrados del mapa.

Los datos duros son contundentes: Vialidad Nacional tiene más de 40.000 kilómetros de red vial a su cargo, incluyendo rutas estratégicas como la 40, la 3, la 9 o la Panamericana. Mantener esa red es clave no solo para el turismo, sino para el transporte de granos, carnes y manufacturas. El cierre del organismo implica desmantelar laboratorios que testean materiales, oficinas técnicas que diseñan obras complejas y equipos que vigilan puentes y rutas para evitar tragedias. Esas funciones, según el Gobierno, pasarán a ser absorbidas por la Dirección Nacional de Concesiones, una oficina mucho más chica y con menos expertise.

Alejandro Tamer, el hombre detrás de esta cirugía, tiene una trayectoria que mezcla lo público y lo privado, algo que debería despertar, cuanto menos, una saludable sospecha. Fue funcionario del Ministerio de Economía durante el menemismo, cuando se privatizó medio país. Luego pasó al sector privado y, en 2023, se lanzó como candidato en San Lorenzo, apoyado por el intendente Leonardo Raimundo, pero terminó aplastado en las urnas. Sin embargo, encontró refugio en el nuevo esquema libertario. Y ahora, sin voto popular ni legitimidad política, está a punto de tomar una decisión que puede redefinir la infraestructura vial argentina. ¿Quién controla a Tamer? ¿A quién le rinde cuentas? ¿Quién asegura que las licitaciones futuras no terminen en el mismo “agujero negro” que Milei denuncia?

La contradicción es brutal: Milei promete ahorrar recursos públicos, pero cerrar Vialidad puede implicar indemnizaciones multimillonarias y contratos privados mucho más caros. De hecho, muchos de los contratos de concesión actuales provienen de los gobiernos menemistas y macristas, épocas en las que las empresas constructoras se quedaron con jugosos peajes y rutas mal mantenidas. Si la solución de Milei es volver a ese esquema, la historia amenaza con repetirse.

En el mientras tanto, los trabajadores de Vialidad Nacional viven días de zozobra. Hay más de seis mil personas que no saben si perderán su empleo. Muchos son ingenieros, técnicos, laboratoristas, topógrafos. No hablamos de militantes políticos ni ñoquis de escritorio. Hablamos de profesionales que saben calcular el peso que un puente puede soportar antes de caerse o el espesor que necesita una carpeta asfáltica para aguantar toneladas de camiones de soja. Si esos saberes se pierden, no los va a reemplazar un Excel ni un decreto.

El Gobierno repite como un mantra la palabra “cambio”, pero lo que se percibe es un retorno a modelos privatistas que ya fracasaron. Y en esa obsesión por arrasar con “la casta”, el mileísmo amenaza con dejar rutas rotas, pueblos incomunicados y un Estado cada vez más chico, pero cada vez más inútil. Porque cuando el Estado renuncia a construir caminos, también está renunciando a unir territorios, a generar empleo local y a sostener la soberanía sobre la infraestructura estratégica.

No se trata solo de rutas. Se trata del concepto mismo de país. El cierre de Vialidad Nacional no es una anécdota administrativa, es una decisión política cargada de ideología y negocios. Es una señal de cómo Javier Milei gobierna: con anuncios rimbombantes, con informes televisivos que operan como sentencia y con funcionarios que, en las sombras, tienen intereses demasiado cerca del sector privado.

Quizás haya corrupción en Vialidad, como la hubo y la habrá en muchos lugares. Pero si el remedio es regalar la obra pública a privados sin control, lo único que logra el Gobierno es trocar un Estado imperfecto por un negocio perfecto… para pocos. Y en ese camino, lo que está en juego no son solo kilómetros de asfalto, sino la mismísima posibilidad de seguir siendo un país conectado y viable.

Fuentes:

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