El Gobierno Nacional anunció una reducción de aranceles de importación para 14 categorías de juguetes, entre ellas triciclos, muñecos, patinetas y bloques de construcción, justo en la antesala de la temporada navideña. La medida, que baja las tasas del 35% al 20%, fue presentada como un intento de “incrementar la competencia” y “alinear los precios con el MERCOSUR”. Sin embargo, lejos de tratarse de una corrección técnica, implica un golpe directo a la industria del juguete argentino, ya debilitada por la recesión, la caída del consumo y el encarecimiento del crédito.
El oficialismo argumenta que el país tiene “los juguetes más caros de la región” y que las diferencias de precios con México, Brasil y Chile justifican la apertura. Los ejemplos citados abundan: un muñeco transformable que en Argentina se vende a $60.000, cuesta $15.000 en México y $20.000 en Brasil y Chile; un set de bloques de construcción que aquí vale $50.000 se consigue a la mitad en los países vecinos; y unos patines infantiles que localmente cuestan $87.000 pueden adquirirse por $50.000 en otros mercados latinoamericanos. Con ese diagnóstico, el gobierno libertario intenta instalar la idea de que la única vía para “normalizar” el mercado es inundarlo de importaciones baratas.
El problema es que esa receta, lejos de resolver la distorsión, traslada el costo al eslabón más frágil: la producción nacional. La industria del juguete argentino emplea a miles de trabajadores en pymes que fabrican desde muñecas hasta artículos de primera infancia, y que ya vienen operando con máquinas paradas, caída de ventas y tarifas impagables. La baja de aranceles en pleno derrumbe del consumo interno equivale a abrir la competencia directa con gigantes asiáticos que producen a costos infinitamente menores y con escalas que ninguna pyme local puede igualar. La consecuencia es previsible: cierre de fábricas, despidos y dependencia total del producto extranjero.
El gobierno asegura que la rebaja arancelaria “alinea valores con el MERCOSUR” y revertiría “un incremento arbitrario vigente desde hace 13 años”. El mensaje intenta camuflar lo que en los hechos es una decisión política deliberada: configurar un mercado sin industria nacional, donde lo que no pueda competir con las importaciones simplemente desaparezca. No hay en la medida un solo elemento que contemple compensaciones para los productores locales, líneas de crédito, incentivos a la innovación o mecanismos de transición. Tampoco hay una política sectorial que permita imaginar un sendero de competitividad para la fabricación nacional. La apertura es total y sin red.
La paradoja es que la baja de precios, aun si ocurriera, sería marginal frente al daño estructural que implica desmontar un sector productivo entero. Las cadenas de valor del juguete incluyen plástico, textil, metalmecánica ligera, diseño, logística y packaging, entre otras ramas. Cada puesto de trabajo destruido en una fábrica de juguetes arrastra empleos indirectos y reduce la capacidad del país de generar valor agregado local. Aumentar la oferta importada para “bajar precios de Navidad” puede servir como titular, pero la foto de enero mostrará otra cosa: menos empleo industrial, menos pyme, menos inversión y más dependencia del puerto.
La decisión del gobierno se sustenta en una comparación regional que muestra brechas reales de precios, pero ignora por completo las razones estructurales que las explican: presión impositiva, costos de financiamiento, concentración comercial y un mercado interno golpeado por la pérdida del poder adquisitivo. Ninguno de esos factores se resuelve destruyendo la industria nacional. Por el contrario, la apertura indiscriminada amplifica el problema, porque deja todo el precio final sometido a la volatilidad del dólar y a la disponibilidad de divisas para importar, dos variables que en la Argentina rara vez se mantienen estables.
Las promesas oficiales aseguran que el ingreso masivo de productos extranjeros “generará presión competitiva” y “moderar á los precios” en las compras de fin de año. Lo que no se dice es que esa supuesta moderación se financia con la quiebra silenciosa de fábricas locales. En un contexto en el que los comerciantes pymes ya registraron un derrumbe de sus márgenes operativos, la apertura del mercado de juguetes agrega una dificultad más: competir con importadores que manejan grandes volúmenes y pueden absorber fluctuaciones cambiarias, mientras los comercios de barrio quedan expuestos a una estructura de costos que no pueden mover.
La estrategia oficial presenta la baja arancelaria como un beneficio para las familias que buscan aliviar el gasto navideño. Pero la historia económica argentina muestra que cada vez que se sacrificó industria a cambio de una ilusión de precios bajos, el resultado fue el mismo: desempleo, recesión y una economía desindustrializada que importa lo que antes producía. El precio de un juguete puede bajar momentáneamente; el empleo perdido en una fábrica, no.
En definitiva, la medida anunciada no corrige un problema coyuntural: consolida un proyecto de país sin producción local. Bajar aranceles sin fortalecer la industria es empujar a miles de trabajadores al abismo. El gobierno podrá mostrar juguetes más baratos en las góndolas esta Navidad, pero será a costa de algo mucho más valioso: el trabajo argentino.
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