La histórica fábrica de Sastre despidió a 37 trabajadores y abandona su producción nacional para reconvertirse en importadora. Una comunidad de 6.000 habitantes queda golpeada por una decisión empresarial que desnuda el modelo de desindustrialización en marcha.
La ciudad santafesina de Sastre recibió un mazazo que aún resuena en cada taller, comercio y casa de familia. DBT-Cramaco, una de las pocas industrias emblemáticas que sostuvieron la economía local durante décadas, despidió a 37 trabajadores, alrededor del 90% de su planta, y anunció que dejará de fabricar alternadores y grupos electrógenos en Argentina para pasar a importarlos directamente desde China. La noticia no solo pega en los despedidos: sacude de raíz a una ciudad de apenas 6.000 habitantes, que vio en esta empresa un motor productivo desde mediados del siglo pasado.
Lo que se comunicó en una reunión al mediodía fue mucho más que un recorte. Fue el fin de un proceso industrial completo que distinguía a la localidad. Empleados de producción y de oficinas se enteraron de golpe de que su fábrica ya no sería fábrica. La compañía, asociada desde 2003 a la multinacional española Himoinsa, confirmó que adoptará un esquema centrado en la importación: todo llegará terminado desde China, listo para distribuir en el mercado local. Sin matices ni promesas de reconversión. Simplemente, una decisión empresarial que disuelve décadas de experiencia, de conocimiento técnico y de trabajo acumulado.
La planta era reconocida por fabricar íntegramente los alternadores que luego se ensamblaban en grupos electrógenos. Desde los años 40 hasta hoy, Cramaco —el nombre con el que la conoció siempre la región— fue un símbolo industrial. En 1999 cambió su razón social a DBT S.A. y, cuatro años después, se integró a Himoinsa, lo que le abrió puertas internacionales sin perder el carácter productivo que la definía. Esa identidad se rompe ahora de un día para el otro.
El golpe económico puede sentirse antes de lo que muchos imaginan. En una localidad de este tamaño, cada despido se multiplica por dos o por tres en su impacto real. Los talleres que fabricaban piezas, los proveedores que abastecían insumos y los comercios que dependían del movimiento diario de los trabajadores verán caer su actividad sin red. Las 37 familias afectadas no son números, son rostros que hoy miran un futuro incierto, en un marco donde la empresa decide que “es más conveniente” traer equipos completos desde el exterior que mantener la producción nacional.
Este no es un episodio aislado. Es el capítulo más reciente de un deterioro anunciado. En septiembre del año pasado, la firma ya había echado a 16 empleados, algunos con veinte años de antigüedad. La explicación en aquel entonces fue cruda y directa: caída abrupta de ventas, paralización de la producción y un stock acumulado de 120 grupos electrógenos frente a un nivel de comercialización bajísimo —apenas entre 10 y 12 unidades por mes—. La ecuación estaba quebrada hace tiempo. Y la empresa, lejos de apostar por la recuperación, avanzó por el camino más fácil: despedir, recortar, externalizar, importar.
Ricardo Ozuna, de la UOM El Trébol, lo había anticipado con claridad en declaraciones a Radio Eme: “Nos dijeron que les conviene ensamblar grupos electrógenos trayendo componentes de afuera que fabricar acá”. Hoy esa frase cobra un peso doloroso: ya ni siquiera ensamblarán. Directamente importarán todo. Un modelo que convierte a una fábrica histórica en un depósito de productos chinos listos para la venta.
La reconversión anunciada no incluye planes de reactivación, inversiones o promesas de futuro. Es el cierre silencioso de un capítulo industrial que marcó generaciones en Sastre. Cramaco nació en 1947, cuando la industria local era sinónimo de orgullo, trabajo y movilidad social ascendente. A fuerza de calidad y producción nacional, la firma se convirtió en un referente. Su caída, en cambio, deja un vacío difícil de llenar y un interrogante que sobrevuela a cada vecino: ¿qué pasa con las comunidades cuando las empresas deciden que fabricar en Argentina ya no vale la pena?
Lo que ocurre en Sastre no es solo un problema empresarial. Es un síntoma de un modelo económico que empuja a la desindustrialización y vuelve inviable el trabajo argentino frente a la importación indiscriminada. Cuando una fábrica que sobrevivió más de siete décadas decide que “lo conveniente” es traer todo hecho desde China, el mensaje es claro y brutal: producir acá dejó de ser negocio. Y detrás de esa ecuación, lo que se quiebra no es una línea de montaje, sino el tejido social de una comunidad entera.
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