El caso de Ian Moche expone la falta de empatía y la ausencia de políticas efectivas de inclusión hacia las personas con autismo en la atención comercial.
En el local “Mateu Sport”, ubicado en Camino Centenario, un joven con autismo fue maltratado por pedir que bajaran la música. El encargado le dio cinco minutos para probarse y retirarse. El hecho desató indignación social y volvió a poner en debate la responsabilidad empresarial y estatal en la formación en discapacidad.
Lo ocurrido en La Plata no es un simple malentendido: es una muestra de la crueldad cotidiana que padecen las personas con autismo en una sociedad que todavía no logra entender la diversidad. Ian Moche, un joven conocido por su trabajo en la concientización sobre el espectro autista, fue víctima de una escena inaceptable cuando se acercó a comprar un par de zapatillas. Al pedir amablemente que bajaran la música —un pedido habitual en personas con hipersensibilidad auditiva—, el encargado del local “Mateu Sport”, identificado como Tomás Polo, respondió con desprecio: le dio “cinco minutos para probarse, pagar y retirarse”.
El gesto no fue solo una falta de empatía: fue una agresión. Una negación del derecho básico a un trato digno. En lugar de ofrecer comprensión, el empleado reaccionó con impaciencia y desdén, reflejando un patrón social más amplio: la incapacidad de aceptar lo distinto. Esa actitud no es individual; es estructural, alimentada por la ausencia de políticas públicas que garanticen capacitación obligatoria en trato inclusivo dentro del ámbito comercial y de servicios.
El caso de Ian Moche es especialmente simbólico porque él mismo ha dedicado años a visibilizar la realidad de las personas dentro del espectro autista. Su experiencia pone en evidencia la distancia entre los discursos oficiales sobre inclusión y la práctica real. No alcanza con “concientizar” un día al año. No alcanza con hashtags. Hace falta que el Estado, las empresas y los comercios comprendan que la inclusión no es una opción moral: es una obligación legal y social.
En un país donde se aprueban leyes que luego nadie aplica, la historia de Ian duele porque desnuda la hipocresía de un sistema que se dice “inclusivo” mientras deja a las personas con autismo a merced de la incomprensión. Cada episodio como este refleja una cadena de responsabilidades: la del empleador que no capacita, la del Estado que no controla, y la de una sociedad que sigue viendo la discapacidad como un problema ajeno.
El encargado del local, Tomás Polo, debería ser separado inmediatamente de su cargo. No por un linchamiento mediático, sino porque su conducta es incompatible con cualquier ámbito de atención al público. Pero el problema no termina ahí. También debe discutirse el rol del comercio y las sanciones correspondientes. No puede ser que en pleno 2025 sigamos tolerando prácticas discriminatorias que atentan contra la dignidad humana.
El silencio de las autoridades provinciales y municipales ante un hecho de esta magnitud también resulta alarmante. No se trata de un caso aislado: se trata de una alerta sobre la falta de formación obligatoria en todos los niveles de atención, desde la educación hasta el comercio. En un país donde la empatía parece un lujo, la discriminación se normaliza y se vuelve paisaje.
Ian no solo fue humillado: fue vulnerado en su derecho a participar de la vida cotidiana en igualdad de condiciones. Su experiencia, compartida en redes sociales, generó una ola de apoyo y repudio hacia el local. Pero más allá de la indignación del momento, el desafío es otro: construir un entorno que entienda que la neurodiversidad no es un obstáculo, sino parte de la riqueza social.
Ojalá este episodio sirva para algo más que una tendencia momentánea. Que la historia de Ian se convierta en un punto de inflexión y que el Estado deje de mirar para otro lado. Porque la inclusión no se declama: se garantiza.

















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