La agonía del subte porteño a causa del tarifazo libertario que produjo una caída del 39% de pasajeros

El sistema de transporte más eficiente de la ciudad se desangra en números rojos. La caída del 39% en los pasajeros desde 2019 desnuda la falta de planificación, el desinterés por lo público y la crudeza del ajuste macrista en versión recargada.

En una Buenos Aires cada vez más cara, menos conectada y más desigual, el subte parece condenado a convertirse en un lujo inalcanzable para quienes antes lo usaban a diario. El aumento desmedido de tarifas, el deterioro del servicio y una política deliberada de abandono por parte del gobierno porteño reflejan un modelo de país donde lo público se castiga y lo privado se glorifica. Mientras tanto, el colectivo, subsidiado y desbordado, se convierte en la única opción posible para millones que no tienen otra salida.

La imagen es clara y desoladora: el subte porteño, alguna vez orgullo de la ciudad por su velocidad, conectividad y sustentabilidad, hoy transporta apenas el 61% de los pasajeros que movía en 2019. Una caída del 39% en la cantidad de usuarios en tan solo seis años no puede atribuirse únicamente a los cambios de hábitos tras la pandemia. Lo que se está viendo es el resultado directo de una política orientada a destruir, desde sus cimientos, la noción misma de transporte público eficiente.

En abril de 2025, los seis ramales de subte y el premetro trasladaron 16,3 millones de personas. Un año atrás, ese número era de 21,1 millones. La tendencia es clara: cada mes, cada trimestre, cada aumento de tarifa, se bajan más usuarios. Pero no lo hacen por gusto. Se bajan porque no pueden pagar, porque el servicio se volvió ineficiente, porque los obligaron a elegir entre llegar a fin de mes o llegar más rápido.

El boleto de subte cuesta hoy $963 con tarjeta SUBE registrada. El colectivo, en cambio, $472. ¿Quién puede pagar casi mil pesos por un viaje de pocos minutos en un país donde el salario mínimo apenas permite cubrir lo esencial? Según el Observatorio de Tarifas y Subsidios del IIEP (UBA-Conicet), con un salario mínimo en la Argentina de Milei se pueden comprar 335 boletos de subte. En 2011, ese número era casi cinco veces mayor: 1.638 boletos. La comparación con otras capitales de la región no deja mejor parado al país: en Santiago de Chile, un salario mínimo alcanza para 587 pasajes; en San Pablo, para 292. En Buenos Aires, estamos en caída libre.

¿Y qué dice el gobierno de la Ciudad al respecto? Poco y nada. Los indicadores de calidad del servicio ni siquiera se publican. Las líneas B y D, dos de las más transitadas, son también las que más pasajeros perdieron. ¿Por qué? Cierres de estaciones, trenes obsoletos, infraestructura degradada. Mientras tanto, se insiste desde los sectores oficialistas en que el problema es cultural, que la gente “se acostumbró” al teletrabajo, que ya no necesita el subte. Es un argumento cómodo para justificar la retirada del Estado, pero falso, como demuestra el Centro de Estudios Metropolitanos: el principal motivo de la caída no es el cambio de hábitos, sino el tarifazo brutal y el desinterés por mantener el sistema.

La lógica libertaria aplicada al transporte público es simple: quien no puede pagar, que no viaje. No importa si eso implica más autos en la calle, más contaminación, más pérdida de tiempo y productividad. No importa si empuja a los sectores más vulnerables a hacinarse en colectivos colapsados. No importa si se retrocede décadas en materia de planificación urbana. El único objetivo es achicar el Estado, incluso si eso implica asfixiar a los propios ciudadanos.

Rafael Skiadaressis, economista especializado en transporte, lo resume con crudeza: “la merma de pasajeros del subte porteño no tiene parangón en ningún otro sistema de América del Sur”. En promedio, el resto de los metros de la región opera al 80% de los niveles prepandemia. Buenos Aires, en cambio, parece ir en sentido contrario. Y no es casualidad: el desajuste tarifario entre el subte y el colectivo se volvió tan grotesco que prácticamente empuja a la población a abandonar el primer medio en favor del segundo. El resultado es un círculo vicioso: menos pasajeros, menos ingresos, menos inversión, peor servicio, y otra vez menos pasajeros.

El modelo Milei no solo precariza la vida de millones: también destruye los sistemas que alguna vez hicieron posible un país más justo. En vez de fortalecer el transporte público, lo encarece. En vez de equilibrar subsidios entre colectivos y subtes, privilegia el caos del tránsito. En vez de promover el cuidado del ambiente, alimenta la congestión y la polución. Todo esto en nombre de una supuesta “libertad” que, en la práctica, solo beneficia a quienes pueden pagarla.

¿Y qué viene después? ¿Una privatización total del subte? ¿La eliminación de los subsidios al transporte? ¿El reemplazo del sistema actual por un “modelo Uber” para quienes puedan acceder? No lo sabemos con certeza, pero la tendencia es alarmante. La falta de planificación, la ausencia de datos públicos, la desinversión sistemática, son señales de un proyecto político que no cree en lo común, que desprecia lo colectivo, que naturaliza la exclusión.

El subte está lejos de ser perfecto. Pero también está lejos de merecer el abandono al que fue condenado. Durante décadas, miles de porteños y porteñas lo eligieron como su medio de transporte diario por ser rápido, cómodo y relativamente económico. Hoy, la mayoría lo esquiva porque no puede pagarlo. Esa es la verdadera cara del ajuste.

En tiempos donde el Estado se retira, el mercado no ofrece soluciones: solo impone precios. Y cuando el precio de viajar bajo tierra se vuelve impagable, lo que queda es el colapso en la superficie. No hay libertad posible cuando los caminos se estrechan solo para algunos. No hay progreso si retrocedemos a las peores épocas de desinversión y desinterés. El subte es mucho más que un medio de transporte: es un símbolo de lo que Buenos Aires alguna vez quiso ser. Y lo están dejando morir.

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