Vecinos desesperados de Bahía Blanca cortaron rutas para exigir los subsidios de Milei que nunca llegaron

En Bahía Blanca, la bronca se transformó en resistencia. A seis meses de las devastadoras inundaciones que arrasaron barrios enteros, casi 4 mil personas siguen esperando una ayuda económica que fue prometida, aprobada por el Congreso y finalmente vetada por Javier Milei. El corte de la Ruta 3 y la 252 fue el grito colectivo de una comunidad que ya no cree en promesas ni aguanta más indiferencia. Un drama social tapado por la retórica del «no hay plata», pero que habla a gritos de un Estado ausente y de una política que decide mirar hacia otro lado mientras miles siguen con el agua al cuello —literal y metafóricamente—.

Bahía Blanca: la inundación, el veto y la furia contenida

Las rutas volvieron a ser escenario de una postal que se repite en la Argentina del ajuste perpetuo. Esta vez fue en Bahía Blanca, donde un grupo de vecinos y vecinas, hartos de esperar una ayuda que nunca llega, cortaron la Ruta Nacional 3 y la Ruta 252. Reclaman lo obvio: que el Estado les devuelva algo de lo que les quitó, que se haga presente tras la tragedia. Porque a diferencia de lo que sugiere la narrativa oficialista, en esta historia no hay privilegios ni gastos superfluos: hay barro, pérdida, dolor y abandono.

El detonante fue la decisión presidencial de vetar la ley de asistencia económica para los damnificados por las históricas inundaciones de diciembre de 2023. Casi 4 mil personas quedaron fuera del sistema, sin subsidios, sin obras, sin respuesta. Solo con promesas rotas. Lo que en otras épocas hubiera sido una cuestión elemental de humanidad y administración pública, hoy se transforma en una pulseada ideológica absurda, donde el ajuste se impone incluso sobre la catástrofe.

La ayuda estaba prevista. Se trataba de un fondo extraordinario para atender una situación extraordinaria. Fue aprobado por ambas cámaras del Congreso. Pero el presidente Javier Milei —fiel a su mantra del “no hay plata”— decidió vetarlo. Lo hizo sin inmutarse, sin poner un pie en el territorio afectado, sin mirar a los ojos a los que lo perdieron todo. La crueldad no fue solo la negativa, sino el modo impersonal e ideologizado en que se ejecutó.

Cortes como gritos: cuando el pueblo tiene que salir a la ruta para ser escuchado

El corte fue protagonizado por familias que vivieron en carne propia el desastre. Personas que vieron cómo el agua se llevaba casas, muebles, ropa, alimentos. Que pasaron Navidad con el agua hasta las rodillas y que seis meses después siguen esperando que el Estado haga algo más que decirles que “no hay plata”.

En los testimonios recogidos por los medios locales se escucha una mezcla de tristeza, bronca y dignidad. “Nos dijeron que la ayuda estaba aprobada, pero no nos llegó nada”, cuenta una vecina del barrio Villa Nocito. Otra, entre lágrimas, señala: “Perdí todo. ¿Dónde está la asistencia? ¿Dónde está el gobierno?”. Son preguntas que deberían incomodar al poder. Pero, en la Argentina del libertarismo de laboratorio, parece que las emociones humanas no cotizan en la tabla de Excel.

En medio del corte, también se reclamaron obras. No solo se trata de un subsidio, sino de una intervención concreta del Estado para evitar que las próximas lluvias vuelvan a transformarse en tragedia. Pero ni subsidios ni obras: la respuesta del gobierno nacional es el silencio. Y el silencio, en estos contextos, se convierte en violencia.

Una emergencia que se volvió estructural

Bahía Blanca no es una excepción. Es un espejo de lo que pasa en otras regiones del país que viven bajo la doble presión de la crisis económica y la retirada del Estado. Pero lo que la hace emblemática es la frialdad con la que el gobierno nacional decidió desentenderse de la emergencia. Un desastre natural se convirtió en una decisión política: no asistir a los damnificados para no desentonar con el libreto del déficit cero.

A esto se suma la absoluta falta de coordinación con las autoridades locales. Ni el municipio, ni la provincia, ni Nación parecen hablar el mismo idioma. Mientras los vecinos reclaman una solución inmediata, los niveles de gobierno se tiran la pelota o, peor aún, se ignoran entre sí. La anomia institucional solo agrava el cuadro.

El cinismo del discurso oficial

Desde el gobierno nacional no hubo ni una palabra de empatía. Ni un gesto. Solo la repetición mecánica de un dogma que ya empieza a mostrar su costado más cruel. ¿Qué sentido tiene hablar de ahorro fiscal cuando lo que se recorta es la dignidad de miles de ciudadanos? ¿A quién le sirve una economía ordenada si ese orden se impone sobre los cuerpos rotos por la miseria y el abandono?

El caso de Bahía Blanca no es un caso más. Es el ejemplo más nítido de cómo un modelo de país centrado en la especulación y la austeridad a ultranza puede convertirse en un enemigo declarado de su propia gente. El Estado, que debería estar para contener, proteger y reconstruir, hoy se presenta como un espectro que solo aparece para decir que no. O ni eso.

La dignidad como forma de resistencia

Pero no todo es resignación. Los cortes, los gritos en las rutas, las ollas populares, son también una forma de decir “acá estamos”. Porque si algo demuestra esta comunidad golpeada es que la dignidad no se entrega así nomás. Incluso en el barro, incluso en la desesperación, hay quienes se plantan y exigen lo que les corresponde.

Y ahí radica lo más poderoso de esta historia. No en los vetos ni en los tecnicismos presupuestarios. Sino en el valor de una sociedad que se rehúsa a ser descartada. En el grito de los que no se resignan al olvido. En los vecinos que se organizan, se acompañan y se atreven a desafiar el modelo de indiferencia que les impusieron desde arriba.

El agua se fue, pero el abandono quedó

Bahía Blanca no solo está bajo el agua. Está sumida en el abandono institucional más brutal que se recuerde. Y no es un fenómeno natural, sino político. La emergencia pasó, pero la crisis continúa. Y mientras Javier Milei celebra sus gráficos de superávit y repite que “el mercado lo resuelve todo”, miles de argentinos siguen esperando algo tan básico como una ayuda para volver a empezar.

Porque, aunque el barro se haya secado, las cicatrices siguen ahí. Y el dolor, también.

Fuentes :

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