El video que circula en redes muestra cómo el personal de la histórica pizzería Banchero llamó a la Policía para sacar a una mujer humilde del local. Doce agentes participaron del operativo. La escena desató un fuerte repudio público y abrió un debate sobre el clasismo y la deshumanización cotidiana en Buenos Aires.
Mientras el país se hunde en la desigualdad y el desprecio por los sectores populares, un episodio en una pizzería de La Boca expuso crudamente el rostro de una sociedad partida. Lo que debería haber sido una simple escena de convivencia se transformó en una humillación colectiva.
El video difundido en redes sociales muestra una escena que duele y avergüenza. En la tradicional pizzería Banchero, ubicada en el barrio porteño de La Boca, una mujer humilde —aparentemente sin hogar— fue expulsada del local con la intervención de doce policías. La razón: su sola presencia. No estaba causando disturbios, no había agredido a nadie, ni siquiera levantado la voz. Simplemente estaba allí, visible, fuera del molde del cliente “esperable”.
Según el relato de quien grabó el video, los empleados del local inventaron que la mujer estaba molestando, buscando una excusa para justificar el llamado a la Policía. La imagen es contundente: una decena de uniformados rodeando a una mujer sola, vulnerable, en medio de un restaurante donde nadie parece incomodarse por el abuso, salvo el hombre que decidió registrar y denunciar lo ocurrido.
El video muestra la banalidad del mal en su forma más cotidiana. El reflejo de una sociedad en la que la pobreza ya no genera empatía, sino repulsión. Donde el problema no es la exclusión, sino que los excluidos existan a la vista. Una mujer humilde, posiblemente en situación de calle, se convierte en “una molestia estética” para un comercio que prefiere llamar a doce agentes del Estado antes que ofrecerle un vaso de agua.
La indignación que estalló en las redes fue inmediata. La frase más repetida entre los usuarios fue: “Decime que comés gratis, sin decirme que comés gratis”, aludiendo a la relación sospechosamente amistosa entre algunos comercios y las fuerzas policiales. La escena no solo exhibe discriminación, sino también un uso absurdo de los recursos públicos: doce policías movilizados para garantizar que una mujer pobre no permanezca unos minutos en un local gastronómico.
La pizzería Banchero, fundada en 1932 y considerada un ícono del barrio de La Boca, se convirtió de pronto en símbolo de lo opuesto a lo que dice representar: tradición, comunidad, identidad barrial. El episodio fue un golpe directo a la memoria de un barrio históricamente popular, donde la solidaridad y el respeto por los humildes eran valores fundantes.
Hoy, ese espíritu parece haberse evaporado en una ciudad cada vez más hostil con los que menos tienen. En tiempos donde la pobreza crece y el Estado se retira, el sector privado y los cuerpos de seguridad parecen coordinar una pedagogía del desprecio. No se trata solo de un hecho aislado, sino de una postal de época: la Argentina del sálvese quien pueda, donde el privilegio se exhibe y la miseria se castiga.
El silencio de los comensales que presenciaron el hecho es otra herida. Nadie intervino. Nadie pidió que detuvieran la violencia simbólica de ver a una mujer rodeada por una docena de policías por el simple hecho de no encajar. Es ese silencio cómplice, el del ciudadano medio, el que permite que la desigualdad se normalice y que la humillación se transforme en espectáculo.
El episodio de Banchero es más que una noticia viral. Es un espejo. Nos muestra la brutal distancia entre quienes pueden pagar una porción de pizza y quienes apenas sobreviven al margen del sistema. Nos obliga a preguntarnos hasta qué punto la sociedad argentina, golpeada por el ajuste y el discurso del odio, está perdiendo su humanidad.
El gobierno de Javier Milei repite que “el mercado pone las reglas”. Quizás por eso, en esta Argentina del mérito y la competencia, una mujer pobre no tiene derecho ni siquiera a existir en el mismo espacio que quienes pagan. El discurso oficial que demoniza a los sectores vulnerables no se queda en los medios: se traslada al comportamiento social, legitimando el desprecio y el castigo hacia los más débiles.
El repudio a Banchero en redes fue masivo. Usuarios de distintas partes del país llamaron a boicotear el local, recordando que “no hay mérito en echar a una mujer indefensa”. La indignación creció también entre organizaciones sociales y vecinos de La Boca, quienes denunciaron el avance del clasismo y la discriminación institucional.
El episodio debería servir como punto de inflexión. No se trata solo de un local que actuó mal, sino de una cultura que naturaliza la humillación. Si un restaurante necesita doce policías para echar a una mujer pobre, el problema no es ella: el problema es la sociedad que lo permite.
En tiempos de crisis, cuando la miseria se expande y el gobierno promueve la insensibilidad como virtud, hechos como el de Banchero muestran que la deshumanización también se aprende, se normaliza y se reproduce. Pero también que hay quienes aún eligen grabar, denunciar y no mirar para otro lado.
La dignidad, aunque humillada, sigue viva. Y quizás sea ese hombre anónimo, el que levantó su celular para registrar el abuso, quien nos recuerde que todavía hay una parte de la sociedad que no acepta convertirse en cómplice del odio.

















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