Una bala para el pobre, el silencio para el hijo del poder: dos adolescentes, dos Argentinas

Mientras un pibe de 14 años fue ejecutado por la espalda por un prefecto retirado en Morón, el hijo de un diputado libertario lideró una golpiza brutal y fue protegido por el silencio de los medios y la inacción de la justicia. En la Argentina de Milei, la vara con la que se mide el castigo depende del apellido.

Los casos recientes de Joel, asesinado mientras huía, y del adolescente de Colón atacado por el hijo de un legislador libertario, desnudan con crudeza la brutal desigualdad social y judicial. No es lo mismo morir siendo pobre que golpear siendo parte del poder. Una radiografía inquietante del país que Javier Milei, con su retórica de desprecio hacia los sectores vulnerables, está profundizando a paso firme.

Joel Benjamín Trovato tenía 14 años. Corría, desarmado, con la desesperación de quien huye del peligro. No alcanzó a escapar. Un prefecto retirado lo ejecutó de un disparo en la cabeza, por la espalda, en una calle de Morón. En el video que registró la escena no hay dudas: el pibe estaba escapando, no representaba ninguna amenaza. Pero a pesar de lo evidente, los medios se apresuraron a vestir el crimen con ropajes de «legítima defensa». Así funciona la maquinaria: cuando la víctima es joven, pobre y vulnerable, el gatillo se justifica, se excusa, se naturaliza.

No hubo marchas masivas. No hubo declaraciones oficiales condenando el hecho. No hubo repudio del gobierno nacional. El caso se diluyó como tantos otros, bajo la pesada lógica de una justicia que no actúa con la misma vara cuando se trata de un pibe de barrio. Porque en esta Argentina desigual, un adolescente pobre es siempre sospechoso, nunca víctima. Es carne de cañón en un país donde la represión se glorifica y el Estado, en manos de Javier Milei, abandona a los que más protección necesitan.

Y mientras Joel era enterrado con indiferencia institucional, en otra parte del país, en la ciudad de Colón, otro adolescente vivía un infierno. Fue atacado brutalmente a la salida de un boliche, golpeado entre varios hasta quedar con múltiples fracturas, piezas dentales destrozadas y un ojo comprometido. ¿El agresor principal? El hijo del diputado libertario César Bachetti. Pero el trato mediático fue diametralmente opuesto. Durante días, los grandes portales guardaron silencio. Cuando finalmente el hecho se volvió imposible de ocultar por la presión en redes sociales, lo contaron a medias, sin mencionar el parentesco con el legislador. Una omisión que no es ingenua, sino funcional. Encubrir es también una forma de violencia.

La policía no lo detuvo. La justicia calificó el hecho como «lesiones leves», una burla frente a la magnitud del ataque. Todo indicaba que se trataba de una tentativa de homicidio, pero el apellido del agresor bastó para diluir responsabilidades. ¿Por qué la impunidad se vuelve norma cuando el violento forma parte del poder? ¿Qué mecanismos de protección operan cuando el linaje es libertario y el contexto político propicio para el blindaje?

En ambos casos, la desigualdad no es una abstracción: se materializa en cómo se reacciona, se juzga y se narra. A Joel lo mataron por la espalda y el Estado calló. Al hijo del diputado lo blindaron con complicidad institucional. Las dos historias exponen una verdad incómoda: la justicia no es ciega, es clasista. Y los medios de comunicación, lejos de equilibrar la balanza, la inclinan con brutalidad.

En el contexto de un gobierno como el de Javier Milei, que desprecia lo público, estigmatiza a los pobres y glorifica la «mano dura», estos hechos no son anomalías, son consecuencias. No se trata solo de un prefecto suelto o de un hijo de diputado fuera de control: se trata de un modelo que naturaliza la violencia hacia los sectores populares y ofrece impunidad a los suyos. Se trata de un discurso oficial que promueve el odio al diferente, la sospecha permanente hacia el que no tiene, y el silencio cómplice hacia los violentos de traje.

Hoy más que nunca, estas historias deben contarse. Porque mientras un niño muere con una bala en la cabeza y otro adolescente es desfigurado a golpes, la prensa oficialista y los voceros libertarios se hacen los desentendidos. Pero la realidad golpea con fuerza. Y es imposible no verla cuando se observa el contraste: un pibe asesinado, otro protegido. Uno sepultado sin justicia, el otro blindado por su linaje político. Dos adolescentes. Dos Argentinas.

En tiempos en que desde la Casa Rosada se celebra la crueldad y se pisotean derechos, el silencio no es opción. Contarlo es, al menos, una forma de resistir.

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