Mientras el cabo Guerrero sigue libre y en funciones, el Gobierno de Javier Milei y Patricia Bullrich construye un relato para justificar la represión brutal y desplazar la culpa a la víctima. La investigación judicial avanza lenta, pero las pruebas lo contradicen todo: fue un disparo antirreglamentario, directo a la cabeza, en medio de un operativo diseñado para blindar a las fuerzas y ocultar responsabilidades.
En la Argentina gobernada por Javier Milei, la verdad es la primera víctima de la represión. Y el caso del fotógrafo Pablo Grillo es una postal perfecta de cómo el Estado puede moldear el relato para que, aun cuando la sangre todavía esté fresca sobre el asfalto, las víctimas se conviertan en los nuevos culpables. Un informe exprés de Gendarmería, gestado en apenas 24 horas, se animó a un salto mortal que roza el cinismo: responsabilizó al propio Grillo de ubicarse “en la línea de tiro”, justificando así el disparo que lo dejó al borde de la muerte durante la represión de la marcha de jubilados el pasado 12 de marzo. Un acto quirúrgico de manipulación institucional que apunta a garantizar la impunidad de las fuerzas y a blindar políticamente a Patricia Bullrich, madre política de un operativo cada vez más cuestionado.
La maniobra, digna de un thriller policial pero con consecuencias muy reales, consiste en disfrazar de “hecho fortuito” lo que en realidad fue un disparo horizontal, antirreglamentario, directo a la cabeza de un trabajador de prensa. Las imágenes captadas por drones de TN, A24 y celulares independientes no dejan lugar a demasiadas especulaciones: el cabo Héctor Guerrero disparó con un arma lanzagases de 38 mm a la altura del cuerpo, a alta velocidad, en dirección recta. La pistola no apuntó ni al suelo ni al cielo. Apuntó a la multitud, y encontró la frente de Pablo Grillo. Allí no hubo rebotes ni trayectorias mágicas, salvo en la imaginación de quienes escribieron el sumario administrativo que pretendió lavar culpas y barrer la pólvora debajo de la alfombra.
Pero la estrategia del gobierno de Milei y Bullrich va más allá de un simple sumario trucho. No se trata sólo de encubrir a Guerrero. Se trata de construir la legitimidad de la violencia institucional frente a cualquier protesta social. Porque si logran convencer a la opinión pública de que Grillo se puso “en la línea de tiro”, entonces cualquiera que salga a la calle con una cámara, con un cartel o simplemente con la intención de protestar, es responsable de su propia suerte. En esa lógica perversa, la víctima es siempre culpable y el Estado nunca paga.
En el relato oficial, Guerrero disparó al piso. Pero su propio testimonio roza lo absurdo. Dice que se enteró “varios días después por los medios” de que había herido a un ciudadano. Es decir, no se enteró de que le voló la cabeza a un hombre que cayó a metros suyo, sangrando, mientras se armaba un revuelo infernal. Y encima, asegura que todos sus disparos fueron “hacia el suelo”. Resulta casi grotesco. No sólo porque hay imágenes que lo desmienten, sino porque hasta en el sumario se admite que el cartucho impactó en la cabeza de Grillo, aunque se sacan de la galera la teoría de los “dos rebotes en la cinta asfáltica”, como si la física y la balística fueran tan flexibles como los discursos políticos.
La impunidad, sin embargo, no es fruto de la improvisación. Está cuidadosamente diseñada. El sumario interno de Gendarmería se basó exclusivamente en declaraciones de gendarmes ante otros gendarmes. Un tribunal de camaradas, perfecto para blindar la versión oficial. Ningún testigo independiente, ninguna pericia seria, ningún intento de confrontar lo declarado con los videos que circulan desde el primer día. Sólo una coreografía bien ensayada para sostener el relato de que la culpa es de la víctima y de que la fuerza actuó “en apego estricto a los protocolos”.
Y sin embargo, la evidencia es demoledora. El colectivo Mapa de la Policía, que recopiló y analizó meticulosamente videos de medios y particulares, reveló que Guerrero no disparó una vez, sino varias, siempre en forma horizontal, siempre a la altura de la gente. En un caso, se lo ve arrodillado, lanzando un proyectil directo hacia donde estaba la movilización. Y no había manifestantes ni piedras volando a cincuenta metros de distancia que pudieran justificar semejante ataque. En otro video, tras disparar, Guerrero recibe una palmada de felicitación de un compañero. “Estamos excelente, más que bien”, se escucha decir a quien filma, como si estuvieran jugando a los soldaditos, no reprimiendo a civiles.
Las reglas de uso de pistolas lanzagases son clarísimas. “Jamás se debe dirigir el arma hacia una persona, ya que en caso de impacto podría producir lesiones graves e incluso la muerte”, dicen los manuales que la propia Gendarmería entregó al expediente. El disparo debe ser oblicuo, hacia el suelo, jamás horizontal. Y si se usan cartuchos de corto alcance, la peligrosidad aumenta porque el proyectil sale a gran velocidad, genera calor y puede producir quemaduras graves. El disparo que recibió Grillo es exactamente lo que esos reglamentos prohíben.
Pero el gobierno de Milei necesita desesperadamente sostener otro libreto. Patricia Bullrich salió rápido a los medios a decir que Grillo era un militante kirchnerista preso, cuando ya estaba internado en el Ramos Mejía. Después, sostuvo que Guerrero disparó a 45 grados y que el impacto fue producto de un rebote. La ministra y sus voceros parecen convencidos de que pueden moldear la percepción pública a fuerza de repetir una mentira. No sólo se trata de defender a un cabo suelto, sino de sentar doctrina: las fuerzas pueden hacer lo que quieran, y si matan a alguien, siempre encontrarán la manera de culparlo por estar en el lugar equivocado.
En medio de semejante maquinaria de encubrimiento, el cabo Guerrero sigue en funciones. No se sabe bien haciendo qué, pero sigue siendo gendarme. Ni él ni sus superiores fueron sancionados disciplinariamente. Nadie fue citado a indagatoria en la causa penal que lleva la jueza María Servini y el fiscal Eduardo Taiano. Recién cuando se termine la reconstrucción pericial con la misma pistola lanzagases —todavía sin fecha definida— se analizará si se avanza con imputaciones. Mientras tanto, la familia de Grillo, representada por el CELS y la Liga Argentina por los Derechos Humanos, sigue clamando justicia. Piden que Guerrero sea procesado por tentativa de homicidio agravado, abuso de autoridad e incumplimiento de los deberes de funcionario público. Pero los días pasan, el sumario se cierra y se vuelve a abrir para cerrarse de nuevo con idénticas conclusiones. La misma canción de la impunidad.
Es imposible no leer esta historia y sentir rabia. No sólo por el disparo que pudo haber matado a Pablo Grillo, sino por la obscena construcción oficial para convertirlo en victimario. La Argentina de Javier Milei avanza hacia un Estado que se legitima en la violencia y en el relato único. Y si un fotógrafo que hace su trabajo puede terminar acusado de “ponerse en la línea de tiro”, ¿qué queda para el resto de la sociedad? ¿Quién está a salvo de convertirse en enemigo interno?
El caso de Pablo Grillo no es un accidente. Es un mensaje. Y es la fotografía perfecta de un gobierno que no sólo reprime, sino que miente para seguir reprimiendo.
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