¡Justicia! El excapitán Ernesto Barreiro fue condenado a 18 años de prisión por crímenes de lesa humanidad

A 46 años del secuestro y las torturas a los hermanos Civili, el excapitán Ernesto Barreiro fue condenado a 18 años de prisión por crímenes de lesa humanidad. Sin embargo, la prisión perpetua dictada parece llegar tarde, en un país donde el olvido se vuelve política de Estado.

Mientras el gobierno de Javier Milei relativiza la memoria, la justicia condena a uno de los engranajes del aparato represivo de la dictadura. La historia de Carlos y Luis Civili revela no sólo el horror de los centros clandestinos, sino también el esfuerzo por silenciar la verdad. El pasado, lejos de estar enterrado, sigue supurando heridas.

La historia se repite con una mezcla de tedio judicial y urgencia moral. Ernesto Guillermo Barreiro, excapitán del Destacamento 141 de Inteligencia del Ejército Argentino, ha sido condenado a 18 años de prisión por delitos de lesa humanidad. A pesar de sus múltiples condenas previas —que ahora se unifican en una pena única de prisión perpetua— la noticia no ocupa tapas, no genera repudio masivo ni saca a la calle a miles. En cambio, resuena en sordina, como si la memoria ya no ardiera.

Y sin embargo, arde.

A fines de agosto de 1978, los hermanos Carlos Alberto y Luis Roberto Civili viajaron desde Tucumán hasta Córdoba para presenciar el “salto de bautismo” de su hermano, quien cumplía el servicio militar. Ese gesto familiar, casi inocente, fue el comienzo de una pesadilla. En cercanías del III Cuerpo del Ejército fueron secuestrados por un grupo aún no identificado. Diez horas más tarde, maniatados, vendados, despojados de su identidad, eran ingresados a Campo La Ribera, uno de los tantos centros clandestinos que el Estado argentino usó para torturar y hacer desaparecer.

Allí, en ese infierno invisible, operaba Barreiro.

Integrante del aparato de inteligencia militar, jefe de la Sección Primero o Política, Barreiro no era un mero ejecutor. Era un engranaje central de un sistema cuidadosamente diseñado para aniquilar cuerpos, borrar memorias y sembrar el miedo. Durante más de diez días, Carlos y Luis fueron sometidos a vejaciones físicas y psíquicas. Fueron obligados a permanecer acostados sobre colchonetas, vendados, sin poder hablar, sin acceso a alimentos ni atención médica. Escucharon gritos. Lamentos. Vieron desaparecer la idea de humanidad en la voz de sus torturadores. Y fueron liberados —sí, liberados— con un pedido de disculpas que se hunde en el sarcasmo más cruel: “eran ciudadanos honorables”.

¿Y qué les dijeron? “Traten de olvidar que estuvieron aquí, no es conveniente comentar estas cosas”.

El pacto de silencio impuesto bajo amenaza fue respetado durante años. No había margen para otra cosa. Porque hablar era peligroso. Porque la democracia no llegó con oídos del todo atentos ni con un aparato de justicia dispuesto a escuchar. Porque la Argentina, en muchas zonas, siguió gobernada por los resabios del terror. Hasta ahora.

La reciente condena, emitida por el Tribunal Oral en lo Criminal Federal N°3 de Córdoba, responde a una imputación clara: privación ilegítima de la libertad calificada y tormentos agravados por la condición de perseguidos políticos de las víctimas. Una tipificación que no deja lugar a dudas. Y sin embargo, en un país donde el gobierno nacional —con Javier Milei a la cabeza— niega o relativiza sistemáticamente los crímenes del terrorismo de Estado, donde se desmontan organismos de derechos humanos y se criminaliza la protesta social, esta condena parece ir a contracorriente.

No se trata sólo de un juicio más. Se trata del primer proceso de lesa humanidad que lleva adelante este tribunal cordobés. Y en él, se deja al descubierto una maquinaria que no sólo torturó y asesinó, sino que además pidió silencio. Una maquinaria que, como el propio Barreiro, aún hoy se beneficia del desinterés y la apatía social alimentada desde el poder.

¿Dónde está el escándalo por estos crímenes? ¿Dónde la voz enérgica del Ejecutivo exigiendo justicia? No existe. El Estado actual prefiere mirar para otro lado. O peor, relativizar lo sucedido, como si la represión ilegal hubiese sido una política accidental, como si los campos clandestinos hubieran sido simples anomalías.

Pero no. Campo La Ribera existió. Las colchonetas sobre el suelo existieron. Las vendas. Los gritos. El miedo. Y Barreiro también existió. Y fue parte de eso. No se trata de una construcción ideológica ni de un relato partidario. Se trata de hechos. Con nombres. Con rostros. Con víctimas que hablaron —cuando pudieron, cuando los dejaron, cuando lograron sobrevivir a la vergüenza impuesta por sus captores.

Durante el juicio, una de esas víctimas, Carlos Civili, tomó la palabra. Lo hizo por él y por su hermano Luis, ya fallecido. Lo hizo porque no hay memoria posible sin testimonio. Porque el silencio impuesto por los militares no debe convertirse en política de Estado bajo gobiernos democráticamente electos.

Y ahí está el meollo del asunto.

Hoy, mientras la justicia hace lo que puede —tarde, sí, pero lo hace— el gobierno de Javier Milei desmonta el aparato institucional que permitió los juicios por delitos de lesa humanidad. Se desfinancia la Secretaría de Derechos Humanos. Se promueve una narrativa que minimiza los crímenes de la dictadura. Se vitorea a Videla en actos. Se niega el número de 30 mil desaparecidos. Se sugiere que “algo habrán hecho”.

Ese discurso no es sólo negacionismo. Es una amenaza al pacto democrático. Es una forma de borrar el pasado para justificar el presente. Porque quien relativiza los crímenes del pasado, está habilitado para repetirlos con otros ropajes.

Por eso este fallo es importante. Porque reafirma que hubo responsables. Que hubo planificación. Que hubo un Estado que operó con lógica criminal. Y que esa lógica, hoy, no puede —ni debe— encontrar legitimidad en el discurso oficial.

Barreiro, en este juicio, no fue solo un individuo juzgado. Fue la representación viva de un sistema que secuestró, torturó y calló. Y aunque hoy reciba una pena que, sumada a las anteriores, se transforma en perpetua, lo hace en un clima social que parece haber olvidado por qué fue necesario juzgar estos crímenes. En un país donde se debate si está bien protestar, pero no se indigna ante el regreso del lenguaje represor.

La justicia llegó, pero llega sola. Sin respaldo gubernamental, sin condena política, sin un Estado que acompañe con políticas activas de memoria. Y eso no puede naturalizarse.

Porque la historia no termina con una sentencia. La historia recién empieza cuando se comprende que el olvido no es neutral. Es militante. Es cómplice. Y es funcional a quienes, desde la cima del poder, promueven la restauración simbólica del terror.

Fuente:

  • https://www.fiscales.gob.ar/lesa-humanidad/cordoba-condenaron-a-18-anos-de-prision-a-un-exintegrante-del-destacamento-141-por-privacion-ilegitima-de-la-libertad-e-imposicion-de-tormentos-agravados/

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